¿Qué sucedería durante este tratamiento para el estrés postraumático, si un paciente revive otro recuerdo que no es el que se busca borrar -quizás un recuerdo querido-, pero que también se halla emocionalmente cargado?, el Dr. Pitman admitió que es posible que ese recuerdo se desvanezca entre los recuerdos ordinarios, aunque ese riesgo todavía no ha sido investigado. (La Nación)
Esta semana pasé el cáliz agridulce del cumpleaños. Del mío, claro. Todos los años me sucede lo mismo (ríase que es un chiste), pero bueno, no hay escapatoria.
Sólo Dios sabe lo mucho que detesto las tortuosas formalidades del festejo. Pongo cara de traste cada vez que alguien me canta el feliz cumpleaños.
De todas maneras, este año, ese día que tanto me irrita, alguien que quiero mucho me envió un mail extenso, con una lista interminable de cosas que a nuestra edad, (Nuestra edad = pasados los cuarenta), han quedado definitivamente en el recuerdo.
El mail era una larga lista de cosas que formaron parte de nuestra infancia y de nuestra adolescencia, y que hoy han sido desterradas por el tiempo, por la historia… o por la tecnología.
Y sí, yo también me di cuenta.
De una manera sutil y cariñosa… me dio a entender que me estaba poniendo viejo. Como si las canas y los huesos no me lo estuvieran avisando desde hace un tiempo.
Pero ojo, así como soy un ferviente militante que repudia los festejos de cumpleaños, nobleza obliga, debo reconocer también que soy un ferviente militante que lucha por la causa de los recuerdos.
Me gusta recordar. Me pierde la melancolía… puedo pasar horas y horas hablado con alguien, solamente para jugar el juego que más me gusta. Poder recordar cosas y momentos memorables, o que había olvidado, o que recordaba mal.
Podría llenar con gusto, miles de páginas con recuerdos.
Y en el tema de los recuerdos no hago distingos. Me gusta recordar los recuerdos buenos, pero también me gusta recordar los malos recuerdos.
Es curioso, muchas veces uno escucha que los buenos recuerdos son los que “nos hacen bien”. Y que los malos recuerdos son cosas que nos atormentan. Y como para confirmar mi vejez incipiente, lo diré con la letra de una vieja canción: “si fueron malos…mejor olvidar”. Eso no corre para mí.
Por eso me alarmé hace un año. Casi entro en pánico cuando leí la noticia: “Científicos descubren la manera de borrar los recuerdos”. Claro que si bien el experimento científico estaba orientado al tratamiento de las fobias y otros traumas por el estilo, a mí, leer semejante noticia me hizo correr un frío por la espalda.
Los malos recuerdos, afirman los científicos, se almacenan más profundamente en el cerebro. Por eso uno los recuerda más, y los recuerda mejor. Son como “hitos” en nuestra memoria.
En las muchas veces que evoco recuerdos, me he puesto a pensar si en verdad querría borrar de mi vida los malos recuerdos. Y sinceramente, creo que soportaría la enfermedad, la vejez, la miseria y hasta el destierro… pero no creo que pudiera soportar vivir sin todos mis recuerdos.
Claro que usted dirá, “pero si te eliminan los recuerdos, nunca vas a darte cuenta que te los han quitado”. Pues yo no estoy tan seguro de eso. No creo que la fórmula de eliminar recuerdos resulte tan sencilla y tan inocua.
Es que al menos yo, necesito recordar para ir encadenando recuerdos. Mi ejercicio para recordar cosas perdidas en el tiempo, empieza con un primer recuerdo cercano. Cualquiera. Ese recuerdo es como la punta de un ovillo infinito. Y una vez subido a ese recuerdo, voy saltando hacia los otros hasta perderme en el intricado laberinto.
RECORDAR
Pero muchas veces resulta que para saltar hacia un recuerdo entrañable, debo saltar varias veces antes, sobre malos recuerdos.
Los malos recuerdos siempre están ahí, para ayudarme a dar ese otro salto a recuerdos mejores. Así que no estoy tan seguro de las “ventajas” de borrar los malos recuerdos.
Por ejemplo, para mí, los recuerdos de verano, siempre son la playa.
Durante muchos años pasé largos veranos en la playa. La noche nos encontraba jugando en la arena a orillas del mar. Y la mañana nos despabilaba con su brisa fresca, cuando acudíamos al rito inigualable de esperar el amanecer.
Para mí, los recuerdos del verano son familia y amigos.
Y siempre es el mar, y es la playa.
Y hasta hoy, 20 años después, lo juro, puedo sentarme en el sillón de casa, cerrar los ojos, y sentir el aire fresco, húmedo y salado en mi cara.
Puedo escuchar al vendedor del pirulines, que vestido de payaso recorría kilómetros y kilómetros sobre la arena caliente… “lloren chicos lloren”, gritaba “corbatita” con su marketing agresivo de venta.
Cierro los ojos y me veo agachado marcando en la arena mojada con el mango de la paleta, una inmensa cancha de tenis.
Lo veo a mi viejo durmiendo la siesta adentro de la carpa del balneario.
La veo a mamá conversando con amigas.
A mis hermanas jugando en la arena, y a mis hermanos esperando partido junto a la cancha de voley.
Lo veo a mi viejo haciéndonos posar dos horas para la foto. Hoy la era digital cambió las cosas para bien de las paciencias quisquillosas.
Pero claro, hasta aquí solo enumeré buenos recuerdos. A lo que iba, es que el verano que más recuerdo, es el verano del 89. Ese, es el verano del que mejores recuerdos tengo.
Y curiosamente, al recuerdo de ese verano siempre llega desde dos recuerdos trágicos.
Desde la mañana del 23 enero, cuando papá nos despertó a todos a las siete de la mañana para que miráramos las noticias en la tele. Fue la mañana sangrienta del ataque al cuartel de La Tablada.
Y desde la tarde ardiente de un 30 de enero. Esa tarde, con varios amigos jugábamos a la paleta junto al mar. De pronto, los silbatos estridentes de los guardavidas anunciaban enloquecidos la tragedia. Tres de ellos pasaron corriendo a toda velocidad hacia el mar. Lo recuerdo exactamente. Junto a mí, el guardavida se sacó la remera en un segundo, se puso unas enormes patas de rana, cargó un salvavidas redondo, y de dos saltos se zambulló al mar. Toda la gente se agolpó en la orilla. La espera duró como media hora.
A la media hora, los tres guardavidas salieron desconsolados con una chiquita en brazos. A los gritos pedían que no nos agolpáramos. “Aire, aire, córranse por favor…”. La gente se fue abriendo…uno de los guardavidas intentaba la reanimación.
Cuando todos se corrieron, yo pude ver la cara de la chiquita… y a la madre desesperada que le tomaba la mano. Y me fui corriendo. Nunca quise que me contaran si la chica había muerto… pero durante mucho tiempo soñé con su cara.
Inevitablemente, debo siempre saltar sobre esos malos recuerdos, esos que dicen “que hacen mal”, para llegar a los recuerdos del mejor verano de todos.
El verano pleno de familia…y de cosas que un caballero sabe callar.
Horacio R. Palma
Escribidor contumaz...
Sólo Dios sabe lo mucho que detesto las tortuosas formalidades del festejo. Pongo cara de traste cada vez que alguien me canta el feliz cumpleaños.
De todas maneras, este año, ese día que tanto me irrita, alguien que quiero mucho me envió un mail extenso, con una lista interminable de cosas que a nuestra edad, (Nuestra edad = pasados los cuarenta), han quedado definitivamente en el recuerdo.
El mail era una larga lista de cosas que formaron parte de nuestra infancia y de nuestra adolescencia, y que hoy han sido desterradas por el tiempo, por la historia… o por la tecnología.
Y sí, yo también me di cuenta.
De una manera sutil y cariñosa… me dio a entender que me estaba poniendo viejo. Como si las canas y los huesos no me lo estuvieran avisando desde hace un tiempo.
Pero ojo, así como soy un ferviente militante que repudia los festejos de cumpleaños, nobleza obliga, debo reconocer también que soy un ferviente militante que lucha por la causa de los recuerdos.
Me gusta recordar. Me pierde la melancolía… puedo pasar horas y horas hablado con alguien, solamente para jugar el juego que más me gusta. Poder recordar cosas y momentos memorables, o que había olvidado, o que recordaba mal.
Podría llenar con gusto, miles de páginas con recuerdos.
Y en el tema de los recuerdos no hago distingos. Me gusta recordar los recuerdos buenos, pero también me gusta recordar los malos recuerdos.
Es curioso, muchas veces uno escucha que los buenos recuerdos son los que “nos hacen bien”. Y que los malos recuerdos son cosas que nos atormentan. Y como para confirmar mi vejez incipiente, lo diré con la letra de una vieja canción: “si fueron malos…mejor olvidar”. Eso no corre para mí.
Por eso me alarmé hace un año. Casi entro en pánico cuando leí la noticia: “Científicos descubren la manera de borrar los recuerdos”. Claro que si bien el experimento científico estaba orientado al tratamiento de las fobias y otros traumas por el estilo, a mí, leer semejante noticia me hizo correr un frío por la espalda.
Los malos recuerdos, afirman los científicos, se almacenan más profundamente en el cerebro. Por eso uno los recuerda más, y los recuerda mejor. Son como “hitos” en nuestra memoria.
En las muchas veces que evoco recuerdos, me he puesto a pensar si en verdad querría borrar de mi vida los malos recuerdos. Y sinceramente, creo que soportaría la enfermedad, la vejez, la miseria y hasta el destierro… pero no creo que pudiera soportar vivir sin todos mis recuerdos.
Claro que usted dirá, “pero si te eliminan los recuerdos, nunca vas a darte cuenta que te los han quitado”. Pues yo no estoy tan seguro de eso. No creo que la fórmula de eliminar recuerdos resulte tan sencilla y tan inocua.
Es que al menos yo, necesito recordar para ir encadenando recuerdos. Mi ejercicio para recordar cosas perdidas en el tiempo, empieza con un primer recuerdo cercano. Cualquiera. Ese recuerdo es como la punta de un ovillo infinito. Y una vez subido a ese recuerdo, voy saltando hacia los otros hasta perderme en el intricado laberinto.
RECORDAR
Pero muchas veces resulta que para saltar hacia un recuerdo entrañable, debo saltar varias veces antes, sobre malos recuerdos.
Los malos recuerdos siempre están ahí, para ayudarme a dar ese otro salto a recuerdos mejores. Así que no estoy tan seguro de las “ventajas” de borrar los malos recuerdos.
Por ejemplo, para mí, los recuerdos de verano, siempre son la playa.
Durante muchos años pasé largos veranos en la playa. La noche nos encontraba jugando en la arena a orillas del mar. Y la mañana nos despabilaba con su brisa fresca, cuando acudíamos al rito inigualable de esperar el amanecer.
Para mí, los recuerdos del verano son familia y amigos.
Y siempre es el mar, y es la playa.
Y hasta hoy, 20 años después, lo juro, puedo sentarme en el sillón de casa, cerrar los ojos, y sentir el aire fresco, húmedo y salado en mi cara.
Puedo escuchar al vendedor del pirulines, que vestido de payaso recorría kilómetros y kilómetros sobre la arena caliente… “lloren chicos lloren”, gritaba “corbatita” con su marketing agresivo de venta.
Cierro los ojos y me veo agachado marcando en la arena mojada con el mango de la paleta, una inmensa cancha de tenis.
Lo veo a mi viejo durmiendo la siesta adentro de la carpa del balneario.
La veo a mamá conversando con amigas.
A mis hermanas jugando en la arena, y a mis hermanos esperando partido junto a la cancha de voley.
Lo veo a mi viejo haciéndonos posar dos horas para la foto. Hoy la era digital cambió las cosas para bien de las paciencias quisquillosas.
Pero claro, hasta aquí solo enumeré buenos recuerdos. A lo que iba, es que el verano que más recuerdo, es el verano del 89. Ese, es el verano del que mejores recuerdos tengo.
Y curiosamente, al recuerdo de ese verano siempre llega desde dos recuerdos trágicos.
Desde la mañana del 23 enero, cuando papá nos despertó a todos a las siete de la mañana para que miráramos las noticias en la tele. Fue la mañana sangrienta del ataque al cuartel de La Tablada.
Y desde la tarde ardiente de un 30 de enero. Esa tarde, con varios amigos jugábamos a la paleta junto al mar. De pronto, los silbatos estridentes de los guardavidas anunciaban enloquecidos la tragedia. Tres de ellos pasaron corriendo a toda velocidad hacia el mar. Lo recuerdo exactamente. Junto a mí, el guardavida se sacó la remera en un segundo, se puso unas enormes patas de rana, cargó un salvavidas redondo, y de dos saltos se zambulló al mar. Toda la gente se agolpó en la orilla. La espera duró como media hora.
A la media hora, los tres guardavidas salieron desconsolados con una chiquita en brazos. A los gritos pedían que no nos agolpáramos. “Aire, aire, córranse por favor…”. La gente se fue abriendo…uno de los guardavidas intentaba la reanimación.
Cuando todos se corrieron, yo pude ver la cara de la chiquita… y a la madre desesperada que le tomaba la mano. Y me fui corriendo. Nunca quise que me contaran si la chica había muerto… pero durante mucho tiempo soñé con su cara.
Inevitablemente, debo siempre saltar sobre esos malos recuerdos, esos que dicen “que hacen mal”, para llegar a los recuerdos del mejor verano de todos.
El verano pleno de familia…y de cosas que un caballero sabe callar.
Horacio R. Palma
Escribidor contumaz...
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