“Amargura dorada en el paisaje / El corazón
escucha…”
(Federico García Lorca)
Empezó
el otoño. Lo que hasta ayer era todo verde, poco a poco se va tiñendo de
bronce.
No
le voy a mentir a esta altura de la vida, en verdad iba a coronar la imagen del
otoño no con bronce sino con oro, pues el dorado del oro me parece más acorde,
o para decirlo mejor: me gusta más… pero en pos de los vientos que corren: venderle
austeridad al vulgo con imágenes y gestos, opté entonces por el color del
bronce. Probemos con un poco de populismo tan de moda. Total aquí, en ésta
página, es gratis y no lo lee nadie. Casi.
Otoño.
El sol remolonea. Da vuelvas y vueltas. Se pasea con menos ganas y nos obliga a
pensar en abrigo. Buscar en el confín de ropero esas bolsas con la ropa de lana
que habíamos desterrado un día del año pasado cuando el verano se hacía
presente con ínfulas de eternidad. Esa bienvenida de otoño con olor a
naftalina…
Y
sí, perdón que escriba desde una realidad un tanto burguesa. Los militantes del
populismo podrán leer en mis líneas y criticar la burguesa realidad de tener
ropa de abrigo guardada en un ropero con tres bolitas de naftalina… pero uno
siempre escribe desde su realidad, esto me lo enseñó Eise Osman, que ningún
escritor puede abstraerse de su realidad ni de su tiempo. Ni siquiera los
Clásicos pudieron.
Uno
es uno… y sus circunstancias. Lo que escribe también.
Solo
unos pocos son capaces de mentir realidades sin sonrojarse. Pero ese esfuerzo
para mentir realidades se nota. No sale sincero ni siquiera volcando una
fortuna de pauta oficial.
A
mí me gusta el otoño. No lo voy a negar. El otoño es en cierta manera la
despedida bella y sobria del verano… es la antesala coqueta del invierno. Es la
transición perfecta para los huesos cansados, con el marco perfecto para la
vista despierta. El otoño tiene colores nobles y el recato sincero de una
belleza humilde y austera. Sin estridencia.
Sin
embargo, el otoño es una estación con alcurnia. Con roce. Se pasea el otoño con
su boato natural. Junto al otoño, el verano y hasta la primavera parecen nuevos
ricos ostentando con descaro fiestas y colores. Lo que natura no da…
El
otoño es pausado y es correcto. Tiene una sencillez natural que solo pueden
ostentar los buenos de corazón. El otoño nos prepara con su marco majestuoso
para que no extrañemos el verano y para que nos avisemos el invierno.
“Llevate
un abrigo que se arrimó el otoño” decía mi abuelita, que ya preparaba su “mañanita”,
y su manta para las piernas desde mediados de marzo.
Mi
abuela era abuela de antes. Ni cerca era mi abuela de ser una abuela de las de
ahora. Abuela de pollera hasta debajo de la rodilla y enagua y no de pantalones
ajustados y busto relleno con silicona. A
mi abuela no le molestaba envejecer. Y eso se le notaba en su carácter y su
gesto. Mi abuela tejía, no googleaba. Cocinaba con el libro de doña Petrona en
la mesada y no viendo Utilísima en un plasma de 42 pulgadas. Mi abuela tomaba
su té de tilo… y no ½ pastilla de Alplax. Mi abuela dormía si tenía sueño y
deambulaba si estaba con desvelo, no pedía sueño prestado a la farmacología.
Nos llamaba por teléfono o nos escribía una carta de puño y letra, no nos
llamaba desde su tablet por Skype.
Tejía…
mi abuela tejía mucho con su espalda encorvada con sus manos apretadas sobre
las agujas de madera y con sus brazos recogidos. A veces recostada sobre el
sillón hamaca, otras veces sentada sobre la cama. Tejía mi abuela en otoño como
si debiera ganarle a las hojas amarillas una carrera de bufandas y sacones
llenos de trenzas y de ochos.
Abuela
escuchaba novelas en la radio, o cantaba tangos o tarareaba románticos boleros de
tiernas historias de amores imposibles, de despechos lastimosos, de almas
heridas con la peor de las heridas: La traición. “Y qué hiciste del amor que me
juraste... y qué has hecho con los besos que te dí. Y que excusa puedes darme
si fallaste, y mataste la esperanza que hubo en mí…” hay boleros fantásticos
que mi abuela cantaba, como éste.
Cómo
me hubiera gustado haber podido escribir esta letra. Pero “Javier Solís” hubo
uno solo y a mí no me tocó ser Javier Solís, pero me tocó aprender del ejemplo
de mi abuela. No me quejo del destino. He aprendido a ser feliz con lo poco o
con lo mucho.
Abuela
iba a misa de 7 y no al bingo hasta las siete. Era mi abuela de los tiempos en
que uno decía “abuela” y no había que aclarar más nada. Estaba todo dicho.
Los
abuelos de antes predicaban con el ejemplo. Así
predicaba mi abuela, con el ejemplo. Mi abuela era devota de San José,
que es casualmente el Santo del ejemplo. El Papa Francisco asume en la fecha de
San José en vísperas del otoño. San José es la figura del padre por excelencia. Del padre que da todo por amor, sin
pedir nada a cambio. San José es el padre que está siempre junto a su hijo,
pero que acepta inteligente y naturalmente su libertad. San José, custodio de
la Sagrada Familia. Modelo de trabajador. Modelo de modestia. San José es el
santo del silencio.
Cuando veía la estampita de San José en la mesa de
luz de mi abuela, mil veces me detuve a pensar en la imagen del San José
hombre, antes que Santo. Un hombre con todas las virtudes. No sé si se habrán
dado cuenta, pero si prestan atención, a San José no se le conocen palabras, o
al menos yo no las conozco. Todo lo que enseñó San José lo enseñó con el
ejemplo, sin discursos ni tratados. Y eso es precisamente lo que hacían
nuestros abuelos. Y es lo que hacemos cada uno de nosotros cada día, aunque
muchas veces no nos demos cuenta: Enseñar con el ejemplo.
Un ejemplo vale más que mil palabras decía mi
abuela. Y yo estoy convencido que cada día cada uno de nosotros enseñamos mucho
con lo poco que hacemos, antes que con todo lo que nosotros decimos. Es más,
estoy seguro que si dentro de cuatro horas le pregunto a usted ¿de qué escribí?…
lo más seguro es que no lo recuerde. Pero si me viera cobrando un Plan Social a
cambio de no hablar mal del olor a podrido que inunda a un Gualeguay resignado
a bajar la cabeza ante los poderosos que envenenan… usted seguro no lo
olvidaría jamás.
Después del jolgorio y la algarabía del verano, el
otoño avisa con sobriedad el cambio de los tiempos. Es un llamado de atención
tras la fiesta. Es un alerta color dorado ante los tiempos duros del invierno
que vendrá.
El otoño invita al hogar. Y el hogar invita al
recogimiento. Mi abuela tejía en otoño junto a la estampita de San José. Y casi
nunca tejía para ella. Hermoso ejemplo. Tres meses tejiendo encorvada sobres sí
misma, abrigos para el invierno de los demás.
Uno es uno, sí, pero si cada uno fuera un poco menos
uno, y más el otro, el mundo cambiaría. Y mucho.
Esta semana fue el otoño. Y San José. Y la semana
que viene será el tiempo de pascuas, judías y católicas. Un paso, para unos. El
dolor de la muerte y la esperanza de la resurrección para otros. Esperanza de Libertad
para todos.
Y el otoño siempre testigo. Y avisando con la
sobriedad de su traje dorado el cambio de los tiempos.
Por todo esto me gusta el otoño… y porque pinta de
bronce la esperanza verde.
Horacio R. Palma
El Día de Gualeguay
Gualeguay
Entre Rios
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