sábado, 23 de marzo de 2013

OTOÑO


“Amargura dorada en el paisaje / El corazón escucha…”
(Federico García Lorca)



Empezó el otoño. Lo que hasta ayer era todo verde, poco a poco se va tiñendo de bronce.
No le voy a mentir a esta altura de la vida, en verdad iba a coronar la imagen del otoño no con bronce sino con oro, pues el dorado del oro me parece más acorde, o para decirlo mejor: me gusta más… pero en pos de los vientos que corren: venderle austeridad al vulgo con imágenes y gestos, opté entonces por el color del bronce. Probemos con un poco de populismo tan de moda. Total aquí, en ésta página, es gratis y no lo lee nadie. Casi.
Otoño. El sol remolonea. Da vuelvas y vueltas. Se pasea con menos ganas y nos obliga a pensar en abrigo. Buscar en el confín de ropero esas bolsas con la ropa de lana que habíamos desterrado un día del año pasado cuando el verano se hacía presente con ínfulas de eternidad. Esa bienvenida de otoño con olor a naftalina…
Y sí, perdón que escriba desde una realidad un tanto burguesa. Los militantes del populismo podrán leer en mis líneas y criticar la burguesa realidad de tener ropa de abrigo guardada en un ropero con tres bolitas de naftalina… pero uno siempre escribe desde su realidad, esto me lo enseñó Eise Osman, que ningún escritor puede abstraerse de su realidad ni de su tiempo. Ni siquiera los Clásicos pudieron.
Uno es uno… y sus circunstancias. Lo que escribe también.
Solo unos pocos son capaces de mentir realidades sin sonrojarse. Pero ese esfuerzo para mentir realidades se nota. No sale sincero ni siquiera volcando una fortuna de pauta oficial.
A mí me gusta el otoño. No lo voy a negar. El otoño es en cierta manera la despedida bella y sobria del verano… es la antesala coqueta del invierno. Es la transición perfecta para los huesos cansados, con el marco perfecto para la vista despierta. El otoño tiene colores nobles y el recato sincero de una belleza humilde y austera. Sin estridencia.
Sin embargo, el otoño es una estación con alcurnia. Con roce. Se pasea el otoño con su boato natural. Junto al otoño, el verano y hasta la primavera parecen nuevos ricos ostentando con descaro fiestas y colores. Lo que natura no da…
El otoño es pausado y es correcto. Tiene una sencillez natural que solo pueden ostentar los buenos de corazón. El otoño nos prepara con su marco majestuoso para que no extrañemos el verano y para que nos avisemos el invierno.
“Llevate un abrigo que se arrimó el otoño” decía mi abuelita, que ya preparaba su “mañanita”, y su manta para las piernas desde mediados de marzo.
Mi abuela era abuela de antes. Ni cerca era mi abuela de ser una abuela de las de ahora. Abuela de pollera hasta debajo de la rodilla y enagua y no de pantalones ajustados y busto relleno con silicona.  A mi abuela no le molestaba envejecer. Y eso se le notaba en su carácter y su gesto. Mi abuela tejía, no googleaba. Cocinaba con el libro de doña Petrona en la mesada y no viendo Utilísima en un plasma de 42 pulgadas. Mi abuela tomaba su té de tilo… y no ½ pastilla de Alplax. Mi abuela dormía si tenía sueño y deambulaba si estaba con desvelo, no pedía sueño prestado a la farmacología. Nos llamaba por teléfono o nos escribía una carta de puño y letra, no nos llamaba desde su tablet por Skype.
Tejía… mi abuela tejía mucho con su espalda encorvada con sus manos apretadas sobre las agujas de madera y con sus brazos recogidos. A veces recostada sobre el sillón hamaca, otras veces sentada sobre la cama. Tejía mi abuela en otoño como si debiera ganarle a las hojas amarillas una carrera de bufandas y sacones llenos de trenzas y de ochos.
Abuela escuchaba novelas en la radio, o cantaba tangos o tarareaba románticos boleros de tiernas historias de amores imposibles, de despechos lastimosos, de almas heridas con la peor de las heridas: La traición. “Y qué hiciste del amor que me juraste... y qué has hecho con los besos que te dí. Y que excusa puedes darme si fallaste, y mataste la esperanza que hubo en mí…” hay boleros fantásticos que mi abuela cantaba, como éste.
Cómo me hubiera gustado haber podido escribir esta letra. Pero “Javier Solís” hubo uno solo y a mí no me tocó ser Javier Solís, pero me tocó aprender del ejemplo de mi abuela. No me quejo del destino. He aprendido a ser feliz con lo poco o con lo mucho.
Abuela iba a misa de 7 y no al bingo hasta las siete. Era mi abuela de los tiempos en que uno decía “abuela” y no había que aclarar más nada. Estaba todo dicho.
Los abuelos de antes predicaban con el ejemplo. Así  predicaba mi abuela, con el ejemplo. Mi abuela era devota de San José, que es casualmente el Santo del ejemplo. El Papa Francisco asume en la fecha de San José en vísperas del otoño. San José es la figura del padre por excelencia. Del padre que da todo por amor, sin pedir nada a cambio. San José es el padre que está siempre junto a su hijo, pero que acepta inteligente y naturalmente su libertad. San José, custodio de la Sagrada Familia. Modelo de trabajador. Modelo de modestia. San José es el santo del silencio.
Cuando veía la estampita de San José en la mesa de luz de mi abuela, mil veces me detuve a pensar en la imagen del San José hombre, antes que Santo. Un hombre con todas las virtudes. No sé si se habrán dado cuenta, pero si prestan atención, a San José no se le conocen palabras, o al menos yo no las conozco. Todo lo que enseñó San José lo enseñó con el ejemplo, sin discursos ni tratados. Y eso es precisamente lo que hacían nuestros abuelos. Y es lo que hacemos cada uno de nosotros cada día, aunque muchas veces no nos demos cuenta: Enseñar con el ejemplo.
Un ejemplo vale más que mil palabras decía mi abuela. Y yo estoy convencido que cada día cada uno de nosotros enseñamos mucho con lo poco que hacemos, antes que con todo lo que nosotros decimos. Es más, estoy seguro que si dentro de cuatro horas le pregunto a usted ¿de qué escribí?… lo más seguro es que no lo recuerde. Pero si me viera cobrando un Plan Social a cambio de no hablar mal del olor a podrido que inunda a un Gualeguay resignado a bajar la cabeza ante los poderosos que envenenan… usted seguro no lo olvidaría jamás.
Después del jolgorio y la algarabía del verano, el otoño avisa con sobriedad el cambio de los tiempos. Es un llamado de atención tras la fiesta. Es un alerta color dorado ante los tiempos duros del invierno que vendrá.
El otoño invita al hogar. Y el hogar invita al recogimiento. Mi abuela tejía en otoño junto a la estampita de San José. Y casi nunca tejía para ella. Hermoso ejemplo. Tres meses tejiendo encorvada sobres sí misma, abrigos para el invierno de los demás.
Uno es uno, sí, pero si cada uno fuera un poco menos uno, y más el otro, el mundo cambiaría. Y mucho.
Esta semana fue el otoño. Y San José. Y la semana que viene será el tiempo de pascuas, judías y católicas. Un paso, para unos. El dolor de la muerte y la esperanza de la resurrección para otros. Esperanza de Libertad para todos.
Y el otoño siempre testigo. Y avisando con la sobriedad de su traje dorado el cambio de los tiempos.
Por todo esto me gusta el otoño… y porque pinta de bronce la esperanza verde.


Horacio R. Palma
El Día de Gualeguay
Gualeguay
Entre Rios

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