sábado, 2 de octubre de 2010

Lecciones de vida que da la muerte...

Si bien ha sido una semana con noticias de todos los colores y para todos los gustos (al fin y al cabo así es el mundo y así es la vida), me levanté y dije ¿por qué no?

Ah sí!!, porque supongo que a veces, cuando la vorágine de la vida loca parece abrumarnos y nos atribula con luces de colores, es bueno cruzarse de vereda.
No digo mirar para otro lado. Ni escaparse a pensar en otra cosa. Nad
a de eso. Digo, mirar otras cosas, o quizás las mismas cosas, pero desde otro punto de vista. Detenerse, tomarse un tiempo y pensar que el mundo es mundo más allá de los circos de los tiranos.
Aunque las noticias destacadas nos lleven a don Correa, el niño “bian” de Ecuador que se puso el país de sombrero por un reclamo de 800 policías de Quito, o nos obliguen a mirar el despampanante despliegue de viajes relámpagos en aviones privados de enquistados en la Cumbre del Sur. O que en nuestras propias narices don Urribarri haya fletado micros desde toda la provincia hacia Concordia a 200 pesos por persona más viaje y comida, para un acto al que la doña mandó al “carótidodependiente”, o que la Hebe llame a tomar los tribunales ante la anuencia sonriente de los jueces de la Corte… sonrío, el tiempo ha puesto las cosas en su lugar, y ya los encumbrados tratan a la ex de Bonaffini como la “loquita del pueblo”, esa mujer inimputable que grita por las calles y a la que nadie le da ni cinco… pero en fin, y o me dije que no. Me lo prometí y lo voy a cumplir. Me voy a dedicar a las otras noticias. Esas que en medio de los estertores de una realidad moribunda, parecen mínimas.
En realidad fue la semana pasada que leí la noticia y me quedé pensando. A los ochenta y dos años murió Eddie Fisher. A don Fisher lo habían operado de la cadera, y complicaciones en el post operatorio lo llevaron a la muerte.
Seguramente a muchos de ustedes el nombre y el apellido Eddie Fisher ni siquiera les resulte conocido. Los mayores de por aquí o a los amantes de la buena música tal vez recuerden el nombre. O la voz.
El cantante norteamericano Eddie Fisher fue uno de los precursores del rock and roll en los años 50. De voz melodiosa y varonil (raro en los tiempos que corren, me refiero a lo de varonil), Fisher fue ídolo de multitudes. Vendió millones de discos, y como suele ocurrir con este tipo de estrellas rutilantes, se convirtió en la comidilla de la prensa del corazón.
Joven, talentoso y millonario, tuvo el pesado privilegio de ser elegido referente.
Fisher fue sin pretenderlo ni elegirlo, uno de los encargados para “hacer olvidar” los cruentos momentos de la segunda guerra mundial.
Si bien con la impronta de los años 50, la vida de Fisher era como la de cualquiera de las estrellas de los ídolos de los adolescentes de hoy, seguidos a sol y a sombra. Cuestionados ante la mínima actitud que se alejara de la cánones del buen ejemplo. Y lapidados al instante de caer en desgracia.
Así, Eddie Fisher ídolo, tuvo que cargar con la mochila del deber ser. Se sabe que la gente no le pide a sus ídolos lo mejor de sí, sino que se los exige todo.
Empezó con el pié derecho. Un disco melódico que vendió rápidamente un millón de copias, sello discográfico propio y casamiento idílico con Debbie Reynols, la angelical actriz de “Cantando bajo la lluvia”. La gente lo amó. El ídolo de multitudes casado con la actriz angelical. La historia de amor perfecta para un país que venía de años de dolor y de muerte. Muy lindo. Muy rosa. Pero demasiado perfecto para que dure.
Y sucedió lo que sucede desde que el hombre es hombre. Lo que sucede todo el tiempo en todo el mundo en todos los tiempos. Las “miserias” que todos cuestionamos en los otros para que no reparen en las de nosotros. Fisher un día fue hombre, y les quitó a los demás la ilusión rosa de la felicidad etérea. Y cuando a la turba le quitan su ilusión, ya se sabe…
La historia de la desilusión fue tan pero tan humana que resultó incomprensible. Mike Todd, el mejor amigo de Eddie Fisher muere en un accidente aéreo. Todd era el esposo de la rutilante actriz Elizabeth Taylor…imaginen ustedes lo peor. Acertaron.
Así fue que consolando a la viuda, Fisher se fue con la Taylor y abandonó a la angelical Debbie, con la que tenía dos hijos. El ídolo de las multitudes se convirtió en villano.
En determinadas circunstancias, en ciertos tiempos complejos de la historia, las sociedades necesitan amarrarse como náufragos a tablas rosas que son ilusiones posibles, aunque improbables. En épocas difíciles, las sociedades necesitan historias que le prometan el paraíso. Y en aquellos años, la meca del cine hizo todo lo posible para renovar la imagen del hogar dulce hogar. Historias de gentes felices que la guerra había hecho añicos en millones de hogares en todo el mundo.
Hollywood se volcó a las historias felices de parejas bellas y exitosas. Eddie Fisher y Debbie Reynols, Janet Leigh y Tony Curtis (Curtis murió esta semana)…
Pero el cine es el cine y la vida es la vida. Y a pesar de la magia, los actores son humanos. Tan grandes o tan miserables como cualquiera de nosotros.
Eddie Fisher se convirtió en el peor de todos cuando se divorció de la dulce Debbie Reynolds para casarse con la comehombres Liz Taylor. La prensa lo cortó en pedacitos, y en bandeja sirvió sus despojos a una sociedad ávida de vengar al asesino de su ilusión.
Durante meses la vida de Fisher fue la vida de un villano que merecía el infierno. Rial, Canosa y toda esa prensa que gusta devorar vidas en desgracias junto a la gente que prefiere apuntar el mal ejemplo en los demás para que no se vean los suyos, se hubieran hecho un festín con la historia de Eddie Fisher… sobre todo con lo que le sucedió después, cuando fue objeto de burla universal. La gente festejó que le dieran a probar de su propia medicina. Es que Liz Taylor, la vampiresa de los cien matrimonios,
se enamoró del actor Richard Burton mientras filmaban Cleopatra… engañó a Fisher durante el rodaje, y luego lo dejó.



Hay todo un fenómeno entre psicológico y social por el cual la gente del común tendemos a idealizar a ciertas figuras del espectáculo. Hay también una especie de magia que traspasa las pantallas y se nos hacen carne. Lo entiendo. Lo comprendo. Por eso no me sorprendió ver triste a mi hija y miles de jóvenes adultos esta semana cuando anunciaron la muerte de Romina Yan, la actriz de “Chiquititas”, que acompañara desde la tele la vida y la historia de muchos adolescentes que hoy ya no lo son. Cuando uno es chico no entiende que la gente se muere. Y tampoco imagina que pueda morirse esa estrella mágica de la tele, que promete la felicidad eterna. Pero sí, todos morimos un día. Es más, todos morimos cualquier día. Tal vez inesperadamente.
Y ese día hay una ilusión que rompe. Y hay un sueño que no se cumple. Y hay una felicidad que se quiebra para siempre. Y hay un velo que cae de repente y nos avisa que todos somos tan pero tan mortales… que asusta.
Sombras que pasan. Estrellas o comunes mortales, pero fugaces siempre. Sombras, están aquí y se van. Nos vamos… pero quedamos aquí en algo. O en alguien.
Unos más encumbrados que otros, pero todos mortales fugaces.
Es la lección de vida que suele darnos cada muerte.

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