“A menudo los hijos se nos parecen, asi nos dan la primera satisfacción; esos que se menean con nuestros gestos, echando mano a cuanto hay a su alrededor…”
(Esos locos bajitos – J. M. Serrat)
Los hijos… los hijos….los hijos!!.
Los padres… los padres… los padres!!
Sí, es verdad lo que canta Serrat, eso que a menudo los hijos “se nos parecen”. Y a decir verdad, mucho más a menudo de lo que a la raza hombre le conviene.
Pero contrariamente a lo que canta Serrat, yo estoy convencido que cuando los hijos se nos parecen, más que la primera satisfacción, lo que obtenemos de esa causalidad genética son nuestros primeros dolores de cabeza.
No se usted, pero yo tengo tres hijos. Y aunque los quiero por igual (no hay padre que diga lo contrario en público, je), reconozco que a los más chicos uno los consiente de otro modo. No digo que los malcría, aunque a veces caigo en la tentación de decirlo, sino que digo que, indudablemente uno con los hijos más chicos se toma las cosas con otro protocolo. Para cuando llegan los más chicos, nosotros ya hemos guardado el manual del papá inflexible en el fondo de un cajón olvidado.
Y aunque nosotros los padres no nos demos cuenta, nuestros hijos mayores no perderán oportunidad de refrescarnos la memoria: “Papá, a mi no me dejabas!!”
Las maestras del colegio al que fueron y van mis hijos, me conocen desde hace más de 15 años. Desde cuando entré con Belu en brazos. Así que cuando hace un par de años entré con el más pequeño al jardín (hoy Belu está en la facultad), después de haber abandonado las visitas a salitas de colores del colegio acompañado de algún hijo hace mucho tiempo, volví yo más viejo…y con otras urgencias.
Lo primero que les advertí a las maestras, por eso de “el que avisa no traiciona”… es que no contaran conmigo para ninguna de todas esas reuniones de padres sobreactuados. Esas reuniones donde la seño cuenta las bondades o las incógnitas del grupo de manera “bobesca”, como si fuéramos nosotros los que estuviéramos cursando la salita roja, y luego nos hacen recortar papeles, escribir cartitas, o hacer dibujos en cuclillas cuando a uno ya la cintura le comienza a chirriar. Avisé: no cuenten conmigo.
Las seños me miraron con cara de espanto… pero ante mis dos primeras ausencias, comprendieron y no me invitaron más.
No tengo nada en contra de todo lo que hice con los más grandes, claro…pero ya no.
Desalmado o no, insensible o no… mis voluntades de padre me indican hoy otras cosas. No digo mejores ni digo peores. Digo distintas.
Claro que es complicado de asumir. Nuestros hijos serán siempre, aún en el fondo recóndito de nuestra alma, eso: “nuestros hijos”. El bebé, la nena, el nene.
Es más, yo ya pasé lejos los 40, y todavía no me he podido desarropar del incómodo “Horacito” familiar.
Toda esta perorata en definitiva viene a cuento de lo que quiero decir, y es que resulta complicado entender, comprender… y en definitiva aceptar, que los hijos no son un mueble que nos pertenece. Y que sus vidas son, en definitiva, una nueva vida de las que nada más, pero nada menos, hemos sido bendecidos como medio para que sucediera.
Todavía hoy, en medio de semejante modernidad en las costumbres y las formas de vida, los mayores actuamos como si nuestros hijos fueran un bien del que podemos apropiarnos en alma y en vida. Vidas que podemos manejar conforme se nos canten las ganas.
Que conste que no quiero decir con esto que no seamos los padres responsables de ciertas acciones de nuestros hijos mientras ellos estén bajo nuestra tutela. Claro que no, sino que estoy hablando de más allá. Estoy hablando de cosas más profundas.
A mí se me arruga el corazón cuando escucho a los de mi generación hablar de los hijos como cosas. Como objetos inanimados sobre los que creemos tener derechos de vida y de muerte.
Decir a estas alturas en los caminos de la ciencia y de la tecnología, que un niño por nacer no es una persona, o que es persona a partir de alguna semana aleatoria de gestación en particular, me enciende en el alma una ferocidad que me amarga el estómago. Y la vida. Y repetir esa barbaridad para esconder el fondo de la cuestión, o pretender disfrazar lo obvio, es una cobardía parecida a la hijaputez.
Las cosas por su nombre, que si uno tiene sus convicciones dignas, no tiene porqué esconder su verdad con eufemismos.
Que lo digan claramente: “Yo quiero matar a mi hijo… ¿y qué?”
Después de todo, ya hace muchos años que Hobbes nos advirtió al hombre como lobo del hombre. Las cosas por su nombre.
Y aquí y hoy, no voy a echar culpas allá. Ni a los políticos ni a las autoridades… ni apuntaré los cañones en abstracto. No señor, aquí y en éstas andamos todos. Los que deciden, y los que dejamos que decidan. Los políticos, nuestros dirigentes, y nosotros que votamos para que nos dirijan. Aquí no es cuestión de ellos o nosotros. No señor, aquí y ahora son ellos pero sobre todo somos nosotros.
O para decirlo más clarito, somos NOSOTROS y luego ellos.
Por el camino que hemos decidido transitar a velocidad imprudente, vamos hacia una sociedad de valores peligrosamente trastocados. Estamos siendo actores de cambios drásticos en valores centrales que hicieron de nuestro país un país distinto. Se trata de cosas y de casos de vida y de muerte. Y no es cuestión de señalar si viene de afuera o de adentro, de arriba o de abajo, lo central es que los que elegimos el camino somos NOSOTROS.
Vamos hacia una Argentina de aborto legal y gratuito… por eso están luchando muchas minorías y muchos intereses económicos bajo un montón de lemas que parecen sacados de una película sobre Mengele. Son grupos minoritarios de choque, persistentes, que poco a poco y paso a paso, han ido imponiendo el aborto en Argentina.
Primero fueron los casos rebuscados con notable repercusión, y en poco tiempo será moneda corriente. Vida que incomode, vida que podremos achicharrar con sales, descuartizar con pinzas, extraer con aspiradoras y tirarlas a la basura.
Eso sí, en una bolsa roja de residuos patológicos. No vaya a ser que los chicos que en esta Argentina del bicentenario todavía comen en los basurales, terminen por algún error en la clasificación de residuos, comiéndose algún hermanito no deseado.
Por ahora, en las calles y en los estrados y en cámaras de representantes, la batalla incondicional a favor de la vida la están dando los Evangélicos. Los Cristianos, como desde hace mucho tiempo en Argentina… caminan la vida con la cómoda tibieza del no me meto. Cuidado con nuestra tibieza!!... alguien prometió vomitarnos.
“Nada ni nadie puede impedir que sufran, que las agujas avancen en el reloj, que decidan por ellos, que se equivoquen, que crezcan y que un dia…nos digan adios.”.
Así terminaba cantando Serrat la canción de los locos bajitos… la letra es tierna, pero pronto no habrá tanta ternura en estas tierras contra los chicos más indefensos, los de la panza de la madre. María José Lubertino, titular del Inadi, pasea su cantinela: “…aborto legal, seguro y gratuito para no morir'. Vaya contradicción, aborto para no morir.
La miro, la escucho, y recuerdo la famosa frase del Arnold ese del apellido imposible de pronunciar.
La repetía en la película Terminator: “Hasta la vista…baby”.
1 comentario:
Estimado Amigo:
Muy certeras tus opiniones sobre 'nuestros hijos' o 'nuestros nenes'. Concuerdo en un 100 %.
Los mayores 'se comen' TODOS nuestros errores e inflexibilidad en ese camino de aprender a ser padres. Cuando nos damos cuenta que hemos sido injustos, ya es tarde... son grandes. El camino creo que es hablar, explicar y pedir perdón por esa paliza, reto o llamado de atención que tenemos en el fondo del alma y no nos deja tranquilos. Sincerarnos con nuestros hijos, por los errores en el aprendizaje de ser padres por primera vez.
Y con los más chicos 'nos pasamos' de tolerantes, como si de pronto no transformamos en 'padres progres'. En realidad no queremos cometer las mismas equivocaciones que con los mayores, pero nos pasamos de rosca y nos volvemos 'padres permisivos'.
En ambos casos, debemos ser 'padres responsables y amarlos como a nadie'... pero esa lección completa nos llega, para mi gusto, demasiado tarde. Ya algunas heridas, han dejado su marca.
Por supuesto que con mis hijos he pasado momentos maravillosos e inolvidables y los amo profundamente, solo estoy mencionando cuando nos equivocamos con ellos.
Y ese es el caso de la sociedad y sus dirigentes, se equivocan cuando:
1. Ya no es importante el matrimonio entre un hombre y una mujer.
2. Ya no es importante llegar virgen al matrimonio.
3. Ya no es importante que para tener hijos y convivir, primero hay que casarse.
4. Ya no es importante si el chico fuma, se droga o se alcoholiza.
5. Ya no es importante el buen ejemplo, la buena educación, la urbanidad, la limpieza y buenas costumbres. Todo vale.
6. Ya no es importante si el hijo falta a la escuela sin justificación o si se hace la rata.
7. Ya no es importante el delito, pareciera que solo es una estadística.
8. Ya no es importante el trabajo o la cultura del trabajo, total con los planes de ayuda social se puede estar a la sombra tomando mate.
9. Ya no es importante ser honrado, pero si importa la viveza criolla.
10. Ya no es importante la verdad… importa más no pasar por pelotudo.
Son tantos los ‘Ya no es importante'… QUE SIENTO VERGÜENZA DE MI GENERACIÓN. HEMOS FALLADO.
No hemos sabido transmitir el valor moral que nos legaron nuestros padres, quienes también se equivocaron… pero eran de una época donde la palabra tenía valor, bastaba un apretón de manos para cerrar un negocio, dormían con la puerta abierta, eran amigos de los vecinos de la cuadra, disfrutaban de un paseo y no tenían que andar con custodia, etc., etc.
PERO QUIENES MÁS HAN FALLADO CON LOS DIRIGENTES DE TODO TIPO: padres, políticos, religiosos, docentes, gremiales, militares, etc. Ellos tenían y tienen aún la responsabilidad y el poder para cambiar las cosas, reencauzándonos a todos por el buen camino, ese que perdimos en la ‘noche de los tiempos’.
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