LA TOLERANCIA EN CERO
“…El tenía el control sobre la información, sobre
sus cuerpos y sobre sus mentes, sobre su vida entera. El los engañaba y los manipulaba…”
(Informe psicológico sobre Jim Jones)
(Informe psicológico sobre Jim Jones)
Incondicional. La palabra así escrita, fría sobre la hoja, hasta parece inocente
La incondicionalidad nos remite al absoluto. Nos habla de una entrega sin condiciones. De un alineamiento sin requisitos. De un ciento por ciento. La incondicionalidad nos lo exige todo. Así, adentrados un poco en las primeras profundidades de lo que la incondicionalidad esconde, vemos que el concepto no es tan inocente como parecía a primera vista.
Sí, estoy de acuerdo. En eso le doy la razón estimado lector. No, no estoy delirando, es como si lo escuchara. Sí, ya se que el ser humano es un tanto autoritario por naturaleza. A todos nos cuesta aceptar las discrepancias… sobre todo las discrepancias de algunos.
Pero convengamos que nadie en su sano juicio desearía un mundo donde todos pensáramos lo mismo. Un mundo con ese tipo de igualdades sería un mundo tan aburrido y soso, que la humanidad desaparecería rápidamente de la faz de la tierra.
Es que si bien a todos nos cuesta la tolerancia, convivir con el que piensa distinto hace que la vida no resulte fatalmente imbécil.
Porque… imaginemos por un instante ese “mundo ideal”. Todos incondicionales. Uno dice blanco… y allá van todos de blanco. Otro grita negro… y negro gritan todos.
¡Imposible!. Sería un mundo absurdo.
Tal vez, esta idea de jugar con el pensamiento por el lado del absurdo, nos sirva para enfrentar esta enfermedad terrible que nos carcome. Esta peste más peligrosa que cien gripes porcinas: La intolerancia.
Qué difícil es aceptar con respeto y humildad la opinión contraria. Cómo nos cuesta aceptar con respeto y con humildad las críticas. Y conste que digo las críticas y no las agresiones. Ser respetuoso, tolerante y atildado, es fácil ante el público incondicional. Pero mantener la compostura ante aquél que no marca errores o nos cuestiona diferencias, eso es cosa más compleja.
Y si no, que lo diga la presidentA… que tan tolerante y ubicada se la nota frente a las cuidadas plateas de obsecuentes escenográficos que le preparan a diario, como inconfesablemente desencajada se la ve cuando alguien se le acerca en un aeropuerto para marcarle una crítica.
EL TEMPLO DEL PUEBLO
Y ahora que estoy pensando en esto de la incondicionalidad y la obsecuencia, recuerdo la primera noticia que me impactó de chico. Claro que no la recuerdo porque sí, sino porque viene al caso. Yo tenía 12 años. Finales de noviembre de 1.978. Y como no eran épocas de Internet, ni de diarios digitales ni de señales de cable con 100 canales, recuerdo que escuché la noticia por la radio: En Guyana, casi mil personas se habían suicidado en masa.
La noticia corrió por el mundo a la velocidad del rayo. Nadie hablaba de otra cosa.
En plena selva de Guyana, Jim Jones había instalado su comunidad y la había bautizado “Jonestown”. Jones era el líder de la secta “El templo de pueblo”, y aquél 18 de noviembre, las noticias contaban que había inducido a todos sus incondicionales a la muerte voluntaria. Centenares de ellos bebieron jugo de fruta con cianuro.
El resultado final fue catastrófico: 913 muertos, de los cuales 276 eran niños.
La noticia fue impactante. Pero a mí me quedó grabada a fuego, recién cuando las revistas mostraron las imágenes de aquella locura indescriptible. Casi mil cadáveres esparcidos en el campo. Las Madres con sus hijos en brazos, los hombres abrazados a sus esposas, todos muertos.
Casi todos murieron retorcidos tras beber el cianuro. A los bebés se les inyectó el líquido venenoso en la boca. Fue el mayor y peor caso de suicidio colectivo y masacre en la historia de la humanidad. El mismísimo Jim Jones estaba entre los muertos con un tiro en la cabeza.
Las crónicas decían que Jim Jones era carismático y manipulador. Predicaba la justicia social. Era sumamente mediático. Sufría de una paranoia permanente, decía que era perseguido por el Imperio, y que lo querían matar. Era bipolar, y odiaba el sistema capitalista. Creía en la formación de comunidades autosustentables. Sí, ya se lo que está pensando. Pero no, no hay referencias de que Jim Jones haya leído a Perón. Ni a Gandini. Ni a Borro.
“Si no nos dejan vivir en paz, al menos queremos morir en paz”, había proclamado con voz lánguida y dolorida el carismático fundador de la secta “Templo del Pueblo”, al dirigirse a sus incondicionales seguidores, que habían llegado a la selva de Guyana, tras ser echados de varios lugares de Estados Unidos. “La muerte solamente es el tránsito a otro nivel”, les dijo a sus obsecuentes seguidores, en un último intento por disipar las dudas y el miedo de los más escépticos.
Con el tiempo se fue conociendo la verdad. Aparecieron sobrevivientes que revelaron que aquél 18 de noviembre, los que no quisieron tomar el veneno o intentaron escapar, fueron fusilados por miembros de la seguridad de Jones.
Lo que al principio parecía ser un suicidio colectivo inducido por un delirio religioso, resultó ser más bien una masacre.
“Esto no es un suicidio, sino un acto revolucionario”, gritó Jones en su último paroxismo. Una frase, que de haberla dicho el Che Guevara, hoy estaría en todos los bronces Kirchneristas.
TOLERANCIA
Jim Jones se salió con la suya. Claro que para eso, contó con la incondicionalidad de sus casi 1.000 obsecuentes. Y, claro, también con las balas de sus más cercanos.
Por eso, cada vez que escucho declaraciones públicas de incondicionalidad, mi mente vuelve a aquella primera noticia que me marcó en la infancia.
Estamos en un año electoral. Y los niveles de intolerancia son más que preocupantes.
Intolerancia a nivel nacional. Intolerancia a nivel provincial. Y la más dolorosa, la intolerancia de entre nosotros… que nos toca más de cerca. Y los intolerantes, invariablemente reclaman incondicionalidad. Obsecuencia. Lo piden todo.
Luis Erro, “el colorado”, y gran parte de su gabinete, pertenecen a mi generación. Como también pertenecen a ella, gran parte de la prensa que lo critica.
Parece mentira, ayer nomás, todos nosotros estábamos en eso de criticar a la generación de nuestros padres, y en eso de soñar hacer un país mejor del que intentaron ellos.
Por eso me duele especialmente ver a los de mi generación, atrapados en las mismas trampas de las generaciones de nuestros mayores. Como empantanados de ideas.
Ayer nomás, éramos la generación de los reproches. Pero ahora, depende de nosotros.
Ojalá podamos superarnos. Abrir los ojos. Darnos cuenta que la incondicionalidad no sirve. Que la crítica ayuda. Siempre. Que callar al otro es embrutecerse uno. Que escuchar al otro, enseña. Que respetar al que nos critica, resulta indispensable.
Cien diarios obsecuentes no sirven para nada. Cien voces obsecuentes nos mienten tranquilidad. Ni siquiera el lúgubre Jim Jones, con toda su oscura manipulación, pudo obligar incondicionalidad a todos sus seguidores. Y tuvo que matar a los díscolos. Si hasta las prostitutas, que viven de su incondicionalidad, imponen la condición de no besar en la boca…
La incondicionalidad nos remite al absoluto. Nos habla de una entrega sin condiciones. De un alineamiento sin requisitos. De un ciento por ciento. La incondicionalidad nos lo exige todo. Así, adentrados un poco en las primeras profundidades de lo que la incondicionalidad esconde, vemos que el concepto no es tan inocente como parecía a primera vista.
Sí, estoy de acuerdo. En eso le doy la razón estimado lector. No, no estoy delirando, es como si lo escuchara. Sí, ya se que el ser humano es un tanto autoritario por naturaleza. A todos nos cuesta aceptar las discrepancias… sobre todo las discrepancias de algunos.
Pero convengamos que nadie en su sano juicio desearía un mundo donde todos pensáramos lo mismo. Un mundo con ese tipo de igualdades sería un mundo tan aburrido y soso, que la humanidad desaparecería rápidamente de la faz de la tierra.
Es que si bien a todos nos cuesta la tolerancia, convivir con el que piensa distinto hace que la vida no resulte fatalmente imbécil.
Porque… imaginemos por un instante ese “mundo ideal”. Todos incondicionales. Uno dice blanco… y allá van todos de blanco. Otro grita negro… y negro gritan todos.
¡Imposible!. Sería un mundo absurdo.
Tal vez, esta idea de jugar con el pensamiento por el lado del absurdo, nos sirva para enfrentar esta enfermedad terrible que nos carcome. Esta peste más peligrosa que cien gripes porcinas: La intolerancia.
Qué difícil es aceptar con respeto y humildad la opinión contraria. Cómo nos cuesta aceptar con respeto y con humildad las críticas. Y conste que digo las críticas y no las agresiones. Ser respetuoso, tolerante y atildado, es fácil ante el público incondicional. Pero mantener la compostura ante aquél que no marca errores o nos cuestiona diferencias, eso es cosa más compleja.
Y si no, que lo diga la presidentA… que tan tolerante y ubicada se la nota frente a las cuidadas plateas de obsecuentes escenográficos que le preparan a diario, como inconfesablemente desencajada se la ve cuando alguien se le acerca en un aeropuerto para marcarle una crítica.
EL TEMPLO DEL PUEBLO
Y ahora que estoy pensando en esto de la incondicionalidad y la obsecuencia, recuerdo la primera noticia que me impactó de chico. Claro que no la recuerdo porque sí, sino porque viene al caso. Yo tenía 12 años. Finales de noviembre de 1.978. Y como no eran épocas de Internet, ni de diarios digitales ni de señales de cable con 100 canales, recuerdo que escuché la noticia por la radio: En Guyana, casi mil personas se habían suicidado en masa.
La noticia corrió por el mundo a la velocidad del rayo. Nadie hablaba de otra cosa.
En plena selva de Guyana, Jim Jones había instalado su comunidad y la había bautizado “Jonestown”. Jones era el líder de la secta “El templo de pueblo”, y aquél 18 de noviembre, las noticias contaban que había inducido a todos sus incondicionales a la muerte voluntaria. Centenares de ellos bebieron jugo de fruta con cianuro.
El resultado final fue catastrófico: 913 muertos, de los cuales 276 eran niños.
La noticia fue impactante. Pero a mí me quedó grabada a fuego, recién cuando las revistas mostraron las imágenes de aquella locura indescriptible. Casi mil cadáveres esparcidos en el campo. Las Madres con sus hijos en brazos, los hombres abrazados a sus esposas, todos muertos.
Casi todos murieron retorcidos tras beber el cianuro. A los bebés se les inyectó el líquido venenoso en la boca. Fue el mayor y peor caso de suicidio colectivo y masacre en la historia de la humanidad. El mismísimo Jim Jones estaba entre los muertos con un tiro en la cabeza.
Las crónicas decían que Jim Jones era carismático y manipulador. Predicaba la justicia social. Era sumamente mediático. Sufría de una paranoia permanente, decía que era perseguido por el Imperio, y que lo querían matar. Era bipolar, y odiaba el sistema capitalista. Creía en la formación de comunidades autosustentables. Sí, ya se lo que está pensando. Pero no, no hay referencias de que Jim Jones haya leído a Perón. Ni a Gandini. Ni a Borro.
“Si no nos dejan vivir en paz, al menos queremos morir en paz”, había proclamado con voz lánguida y dolorida el carismático fundador de la secta “Templo del Pueblo”, al dirigirse a sus incondicionales seguidores, que habían llegado a la selva de Guyana, tras ser echados de varios lugares de Estados Unidos. “La muerte solamente es el tránsito a otro nivel”, les dijo a sus obsecuentes seguidores, en un último intento por disipar las dudas y el miedo de los más escépticos.
Con el tiempo se fue conociendo la verdad. Aparecieron sobrevivientes que revelaron que aquél 18 de noviembre, los que no quisieron tomar el veneno o intentaron escapar, fueron fusilados por miembros de la seguridad de Jones.
Lo que al principio parecía ser un suicidio colectivo inducido por un delirio religioso, resultó ser más bien una masacre.
“Esto no es un suicidio, sino un acto revolucionario”, gritó Jones en su último paroxismo. Una frase, que de haberla dicho el Che Guevara, hoy estaría en todos los bronces Kirchneristas.
TOLERANCIA
Jim Jones se salió con la suya. Claro que para eso, contó con la incondicionalidad de sus casi 1.000 obsecuentes. Y, claro, también con las balas de sus más cercanos.
Por eso, cada vez que escucho declaraciones públicas de incondicionalidad, mi mente vuelve a aquella primera noticia que me marcó en la infancia.
Estamos en un año electoral. Y los niveles de intolerancia son más que preocupantes.
Intolerancia a nivel nacional. Intolerancia a nivel provincial. Y la más dolorosa, la intolerancia de entre nosotros… que nos toca más de cerca. Y los intolerantes, invariablemente reclaman incondicionalidad. Obsecuencia. Lo piden todo.
Luis Erro, “el colorado”, y gran parte de su gabinete, pertenecen a mi generación. Como también pertenecen a ella, gran parte de la prensa que lo critica.
Parece mentira, ayer nomás, todos nosotros estábamos en eso de criticar a la generación de nuestros padres, y en eso de soñar hacer un país mejor del que intentaron ellos.
Por eso me duele especialmente ver a los de mi generación, atrapados en las mismas trampas de las generaciones de nuestros mayores. Como empantanados de ideas.
Ayer nomás, éramos la generación de los reproches. Pero ahora, depende de nosotros.
Ojalá podamos superarnos. Abrir los ojos. Darnos cuenta que la incondicionalidad no sirve. Que la crítica ayuda. Siempre. Que callar al otro es embrutecerse uno. Que escuchar al otro, enseña. Que respetar al que nos critica, resulta indispensable.
Cien diarios obsecuentes no sirven para nada. Cien voces obsecuentes nos mienten tranquilidad. Ni siquiera el lúgubre Jim Jones, con toda su oscura manipulación, pudo obligar incondicionalidad a todos sus seguidores. Y tuvo que matar a los díscolos. Si hasta las prostitutas, que viven de su incondicionalidad, imponen la condición de no besar en la boca…
1 comentario:
La definición de tolerancia es: "Aceptar a los demás como son, sin peros y sin reparos".
E nuestro país se practica todo lo contrario la "ntolerancia!
No se aceptan a los demás como son... deben ser como nosotros como se quiere que sean.
Sin peros y si reparos... siempre existen peros y reparos, "no se tolera" la discrepancia.
Todo se tiene que hacer y pensar de acuerdo al poder de turno.. caso contrario, fuiste!
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