domingo, 17 de mayo de 2009

INMORTALES... HASTA LA MUERTE

“Este ritmo espiral llamado vida, donde todo, es el algo de un recuerdo. Un portalón azul, la calle incierta, que enhebra la ilusión y el desengaño…”

(Ritmo Espiral - Eise Osman)

 Hay momentos en la vida de uno que predisponen ciertas preguntas. Son momentos que nos vuelven a lo mundano. Que nos hacen pisar la tierra.

Y ahí andaba yo sumergido en la vorágine de las cosas de todos los días. Buceando en las profundidades de las noticias más importantes de lo que menos importa, andando la vida veloz que nos lleva en andas, alejados del suelo.

Y de pronto, una llamada en la madrugada profunda. Me levanto tanteado en la oscuridad, y en la realidad de un mundo en penumbras. Atiendo, y del otro lado un llanto como desgarro. Escucho, pero todavía no entiendo. Me esfuerzo. Y entonces las palabras desde lejos que se clavan como una dolorosa puñalada en el medio del pecho. Y las piernas que se aflojan, y las lágrimas incontenibles. La muerte.

Y entonces uno, que es hombre después de todo. O mejor dicho: “Y entonces uno, que es hombre antes que nada“, se da cuenta que todo ese ruido con que nos hemos estado rodeando cada día para olvidar la muerte, no alcanza.

Y ahí se queda uno filosofando sin querer sobre la finitud. Sobre esa tan precaria suficiencia con que nos vestimos cada mañana. Pensando en eso inevitable y definitivo que todos llamamos muerte.

Hace unos meses visitamos en familia el Museo de Arqueología de alta Montaña en la ciudad de Salta. Allí se exponen alternativamente a los “Niños del Llullaillaco”, uno de los descubrimientos arqueológicos más importantes de los últimos años.
Estos tres niños incas fueron hallados en marzo de 1999, congelados en la cima del volcán
Llullaillaco, a 6.700 mts. de altura. Y junto a ellos, los científicos encontraron también ciento cuarenta y seis objetos que acompañaban a los niños en la muerte. Estos niños de Llullaillaco vivieron hace más de 500 años, durante el apogeo del estado inca, poco antes de la llegada de los españoles.

El Museo estaba repleto de familias. Esto no tiene nada de extraño. Lo que a mí me llamó poderosamente la atención, fue la cara de espanto de los más chicos al ver a “la doncella”. Así han nombrado en el museo a la niña inca de unos quince años, que fuera entregada a los dioses.

Contracara: Los niños de hoy horrorizados ante la muerte. Los niños de ayer, desenterrados de un mundo en que el hombre tomaba a la muerte como algo natural. Un mundo en que el hombre vivía familiarizado con su finitud. Y la asumía con la misma naturalidad con que asumía la vida.

¿En qué momento se dio el quiebre?, yo no lo se. Pero en algún momento vino el hombre moderno, y decidió dejar de familiarizarse con la muerte.

Tampoco digo que uno deba hacer un culto a la muerte… sino que digo que por alguna razón incomprensible, el hombre moderno, de cuya finitud no puede escapar, decidió olvidarse de su mortalidad, tapándola con mil frivolidades.

Allá llegó entonces el hombre moderno con sus aires de suficiencia. Con su actitud soberbia de poderlo todo. De producirlo todo. De saberlo todo. Animado por los adelantos y los descubrimientos. Envalentonado con la ciencia y la tecnología, el hombre moderno consiguió la coraza perfecta para disfrazarse de superhéroe.

Y se mintió inmortal. Y hasta se creyó la mentira.

Vaya uno a saber si es por opulencia científica o por soberbia sobreactuada, que cada adelanto científico se vende cómo un escalón más del hombre para semejarse a Dios. Ínfulas del hombre moderno.

El hombre humilde de otros tiempos, intentaba los caminos para llegar a Dios.

El moderno hombre todopoderoso de hoy, cree que puede ser Dios. Vaya diferencia.

Por estos días, nuevamente intentará el hombre moderno activar la “Máquina de Dios”, un acelerador de partículas que costó millones, pero que de todos modos se averió el año pasado a los dos minutos de haberse encendido.

Ruidos. Ruidos modernos. Ruidos humildes o ruidos multimillonarios. Da lo mismo. Todo sirve a la hora de intentar olvidar la muerte.

Pero entonces llegan estos momentos en la vida de uno que predisponen ciertas preguntas. Son momentos que nos vuelven a lo mundano. Que nos hacen pisar la tierra. El momento en que debemos aceptar la realidad de lo que somos. Y la otra realidad más difícil, reconocer lo que no somos.

La experiencia de la finitud. “La suprema impotencia del hombre”, por definirla desde la filosofía de la existencia. “La angustia” según Kierkegaard o Heiddegger, “el fracaso” según Jaspers… “la náusea” según Sartre. El miedo supremo, según casi todos nosotros.

Es que el hombre moderno necesita ese olvido para jugar tranquilo el juego que mejor juega y que más le gusta: ser Dios.

Yo estoy ahora en la madrugada profunda con el teléfono en la oreja. Anoche me alejé de la vida mirando la tele. Me quedé dormido escuchando una noticia importante de las que menos importan. Ahora vuelvo a la vida con la llamada.

Horacio… se murió Gerardo”, alcancé a escuchar en medio de los llantos. Un llanto como desgarro. Y las palabras desde lejos que se clavan como una dolorosa puñalada en el medio de pecho. Y las piernas que se aflojan, y las lágrimas incontenibles.

Es sábado y es la madrugada. Yo había estado con Gerardo el miércoles. Nos cruzamos como otras mil veces en una esquina. El iba con sus dolores a cuesta. Y yo iba ensimismado no sé en qué pavada aquella tarde. A Gerardo lo conozco desde hace más de diez años. Nos conocimos en la puerta de salita verde.

El con su Ignacio y su bajo. Yo con Gervasio y mis delirios.

Desde entonces anduvimos a la par. En las buenas. En las malas.

Y cuando digo en las malas lo digo en serio. Es que hace diez años, a Gerardo se le metió de prepo “un inquilino gringo llamado Parkinson“. Gerardo tenía entonces 36 años. Diez años después, el inquilino gringo le ganó por cansancio.

Cosa increíble de uno que es hombre antes que nada. El miércoles cuando nos cruzamos en aquella esquina, Gerardo andaba a duras penas. El sabía bien… y yo también lo intuía. Así y todo, hablamos de bueyes perdidos durante 15 minutos. Puro ruido para tapar lo inevitable. Y lo inevitable ocurrió.

Ahí está Gerardo en su mortaja. Se lo ve tranquilo. Es la primera vez en diez años que descansa quieto. Ha dejado de temblar, pero desde su lecho de muerte nos hace temblar a nosotros. Yo estoy abrazado con mi hijo Gervasio de un lado… y con el Ignacio de Gerardo en el otro. De fondo suena el jazz, en el bajo inconfundible de Gerardo. A mi hijo lo traje casi a la rastra. Ignacio se decidió a último momento.

Solos ellos están, de un colegio con más de 1.000 alumnos.

“Son muy chicos como para que vean estas cosas…” escucho el susurro de una señora detrás de nuestros hombros.

Curiosidades del hombre moderno. Eso de mentirse inmortal… hasta la muerte. 

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