martes, 14 de abril de 2009

Crecieron y un día.. .dijeroN ¡¡ AL FIN!!

"Unos patitos nadaban en el estanque, semejantes a una bandada de canarios amarillos, y su madre, toda blanca con patas rojas, esforzábase en enseñarles a hundir la cabeza en el agua. -No podréis ir nunca a la buena sociedad si no aprendéis a meter la cabeza -les decía. Y les enseñaba de nuevo cómo tenían que hacerlo. Pero los patitos no prestaban ninguna atención a sus lecciones. Eran tan jóvenes que no sabían las ventajas que reporta la vida de sociedad."
(El amigo fiel – Oscar Wilde)

Belu, hace unos... ¡¡15 años!!! (snif)

El gesto adusto de cada uno de los padres, alertaba una catástrofe inminente. Las lágrimas fáciles y profusas de madres y abuelas, avisaban la profundidad de un dolor casi real. Los abrazos interminables representaban amor con histrionismo, casi sincero…pero algo no cuajaba en semejante escena. Algo parecía fuera de contexto en medio de esa puesta de dolor expresivo, casi actuada. La nota discordante en ese concierto doloroso estaba dada por el jolgorio incontenible de una treintena de preadolescentes desaforados, que parecían exorcizar el duelo teatral de sus padres bailando una especie de ritual alrededor del colectivo. Lo hacían al ritmo de un tema musical con sobredosis de ruido. Ellos lo llaman marcha, pero yo me niego a aceptar (aunque no me atrevo a discutir) que ese chun chun chun ensordecedor que brota de los parlantes sea una marcha. Ni música. El prurito de las primeras canas me cierra la boca.
Mi hija mayor partía esa mañana rumbo a su viaje de egresados del séptimo grado.
Cada vez que vivo un evento parecido termino viajando interiormente en el tiempo. En mi tiempo. No puedo evitarlo, cuando revivo un hito semejante acabo retrocediendo hasta mi propia vivencia. Suena egoísta, pero es pura melancolía salame.
Viajo en el tiempo. En casi treinta años, las diferencias en este tipo de situaciones se descubren en muchas de las cosas que utilizamos a diario.
Recuerdo que un amor lejano, lejano en un tiempo que le escapa a la memoria de los detalles pero no al cosquilleo de ciertas fibras, me intimó una vez a que quemara las cartas de todos mis amores anteriores (uno). Quizás los jóvenes de hoy no lo entiendan, pero esa era una prueba de amor crucial: hacer humo esa parte de vida volcada al papel, quemar ese tiempo que otros gastaron en escribirnos mentiras, casi sinceras. Hoy, basta con borrar los mensajes de la casilla del correo electrónico. Aunque el remordimiento aparecerá igual, no ante el humo y las llamas quemando el papel crepitante, sino ante esa ventana curiosa de Windows que desde la pantalla pregunta “¿está seguro que desea borrar los archivos?”…como si le importara.
A finales de los setenta realicé mi viaje de egresados de séptimo grado. Para dormir recuerdo que llevé un juego de sábanas, una frazada pallette y un mullido almohadón con mi nombre bordado a mano. Ahora repaso el equipaje de mi hija y sus compañeros. Atestan las bolsas de dormir de telas brillantes aptas para temperaturas polares, las mantas de una tela recontra sintética llamada polar (y que no sé por qué pronunciamos “pólar”). Abarco con mirada incisiva el equipaje que, en la vereda, espera un lugar en las entrañas del colectivo. Ni un vestigio queda de aquellos valijones de cuerina lustrada y kilométricos cierres. Nada, ahora abundan las enormes mochilas de alta montaña, ultra livianas, y cuya capacidad se mide, no sé por qué insólito motivo, en litros. El peso de estas mochilas es apto hasta para una bisabuela de las de antes, me refiero a esas señoronas que vivían quejándose por sus huesos y a las que uno tenía que ir a despedir al auto, pues sus achaques no le permitían pasar mucho tiempo en pié. Digo esto, porque hoy, las bisabuelas hacen fitness, caminan diez kilómetros por día y salen hasta bien entrada la madrugada. Y no es esto una objeción, claro. Todo lo contrario.
Han desaparecido aquellos incómodos valijones que, para quienes aún no habíamos pegado el ansiado estirón adolescente, resultaban imposibles de llevar sin arrastrarlos. Y por suerte, a algún genio se le ocurrió al fin, luego de tantos años de arrastre forzoso, adosar la milenaria rueda en las valijas, ya nadie las lija contra la vereda.
En uno de los bolsillos del valijón celeste que cargué en mi viaje, llevaba un tesoro vital: una docena de cospeles para larga distancia. Eran unas fichas acanaladas sólo aptas para teléfonos públicos color celeste, los color naranja no aceptaban semejante osadía. También ellos pasaron a mejor vida, ahora observo a la indiada, todos llevan coloridos teléfonos celulares a la cintura, un tecnológico cordón umbilical fácil de sortear…a tres horas de partir el colectivo, ninguno tenía el celular prendido, y eso, lo reconozco, fue un golpe duro en la paternidad invasiva.
El tema de las fotos con que pretendíamos eternizar nuestra dicha es también un tema. Antes, cada uno cargaba su pequeña camarita y, si era capaz de colocar bien el rollo y tenía la suerte de que éste no se trabara a mitad de camino entre 1 y 24, todos volvíamos con unas fotos diminutas, casi siempre fuera de foco. Las fotos tomadas de noche fueron otra marca registrada de la época. Se sabe que los colores del ojo humano pueden abarcar un limitado espectro, cromáticamente hablando. Pues bien, aquellas viejas máquinas de fotos inventaron toda una generación de seres humanos con ojos rojos, una endiablada falla que la técnica tardó años en superar. Ahora, los chicos llevan máquinas digitales y no se cansan de sacar fotos ni de borrar las fotos que no desean. Dichas y desdichas eternizadas o desterradas al voleo...total.
También las canciones levanta ánimos han mutado al compás de las nuevas costumbres. Hace treinta años, la osadía comenzaba con canciones como ¡eh o eh, salchicha con puré! Una vez entrados en confianza, aparecía la infaltable ¡chofer, chofer apure este motor que en esta cafetera nos morimos de calor!…y ya en el paroxismo de la osadía, alguna relación picante al ritmo caribeño de “se va el caimán…se va pa la barranquilla, una vieja y un viejo se fueron a lavar las medias, la vieja lavó las blancas y el viejo lavó las negras” osadía con que las maestras daban por concluida la parranda con severa autoridad. Ahora, los niños cantan cosas como “mi bomboncito, que excitante que estás, tendrías que saberlo, te veo en el recreo y me vuelvo loco…quisiera morir abrazado en un telo con vos”, mientras las maestras toman mate sin siquiera ponerse coloradas. Las maestras. Recuerdo que mis maestras de séptimo grado no lograron subir ni cincuenta metros del cerro Uritorco sin haber dejado uno de los pulmones en tan corto intento…Hoy son casi atletas federadas y se movilizan a la par de los alumnos.
En aquellas épocas alquilábamos bicicletas dobles para dar paseos céntricos. Hoy, los chicos salen a toda velocidad por la montaña haciendo mountain bike. Antes, hacíamos caminatas hacia los cerros, ahora hacen trekking desde la mañana hasta la tarde. Antes, nos acercábamos (acercar = 100 metros) a un precipicio para tomar una foto, ahora los pichones de monos hacen rappel y bajan cincuenta metros colgados con sogas y arneses.
Antes, una vez alcanzada la cima y mientras contemplábamos el maravilloso espectáculo del paisaje en las alturas, descansábamos tomando unos mates o disfrutando un sándwich de milanesa, ahora los chicos toman Gatorade para reponer sales, Red Bull para reponer energías, y barras de cereal para no deponer en el camino.
Muchas cosas han cambiado en treinta años, pero otras, como la alegría preadolescente por escapar en turba del ojo inquisidor, es idéntica.
La consultora Prince & Cooke, ante la preocupación por la falta de control en el chateo de Internet, y la incontrolable proliferación de sitios pornográficos al alcance de todos, realizó un estudio de investigación. Este revela que: “Si bien es muy dificultoso poder controlar con quiénes se comunican con nuestros hijos por Internet, y acotar el ingreso irrestricto a sitios de pornografía en general, e infantil en particular, así y todo el 45% de los padres no conoce el tiempo que pasa su hijo conectado a Internet, el 30% dice que no le preocupa el ingreso de los menores a Internet entre 7 y 14 años y, del resto, sólo un 45% les ha dado consejos y avisos a sus hijos sobre el tema, pero no los controlan. El 80% de los menores consultados accede a Internet sin controles”.
Miro a los padres de gesto adusto, y a las madres de lágrimas urgentes miro. Abrazan a sus hijos junto al colectivo como si fueran a la guerra…y sonrío.

Y escribo... por no llorar.

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