Una voz con acento español, anuncia: “Próxima rotonda, mantenga su derecha…”. Bastó esa sola frase para que se rompiera la armonía adentro de la camioneta.
Hace varias horas que estamos transitando la ruta entre Salta y Jujuy, y el GPS había sido bastante claro con sus indicaciones hasta entonces.
Ningún problema había tenido para darse a entender esa vistosa máquina que reina en el medio del parabrisas, y a la que nosotros venimos adorando cual diosa de la ruta. Mientras la cosa no iba más allá de “tome por la izquierda, o tome por la derecha”, nunca tuvimos un pero.
Pero ahora faltaba apenas un kilómetro y medio para la rotonda de San Salvador de Jujuy, y ninguno de los cuatro alcanzábamos a descifrar lo que el bendito aparato nos quería indicar. “Próxima rotonda, mantenga su derecha”, repitió varias veces el desgraciado. Llegamos a la rotonda, y por las dudas nos metimos a la derecha. Después de todo, si uno viaja con un GPS que ha costado más de mil pesos, no le queda otra opción que creerle.
Rápido nos dimos cuenta que el camino era el equivocado. Así que por unos minutos nos olvidamos del navegador satelital. Trocamos la tecnología de punta, por la antiquísima costumbre de siempre… estacionamos frente a un puesto callejero de mangos y melones, bajamos la ventanilla y… “hey, señora, buenos días, ¿cómo agarro la ruta para Humahuaca?”. La señora se toma su tiempo. Acomoda dentro de la boca ese bodoque de hojas de coca que todos mastican por aquí, cierra su sombrilla rosada, se acerca a la ventanilla y dice, con un acento quebradeño que nos alegra la mañana: “llegan hasta esa rotonda que reciencito han pasado, y toman el camino que va hacia su derecha…”. Pucha, qué fácil, repetimos todos.
Todavía no sabemos si lo que la señora nos ha dicho es correcto, pero a nosotros nos vuelve la tranquilidad al cuerpo. Retomamos el camino hacia la rotonda de la duda… y otra vez la voz española que clama su parecer: “Próxima rotonda, segunda a la derecha…”. Pero ahora, adentro de la camioneta no hay dudas. Optamos por creerle a la chola.
Ya antes habíamos tenido un aviso. Cuando el GPS nos marcaba la entrada inexistente a un dique que nunca vimos… claro que no está mal amigarse con la tecnología. Después de todo yo estoy escribiendo estas palabras en medio de un cerro a casi 2.000 metros de altura y a más de 1300 kilómetros de Gualeguay. Pero tampoco está mal, a veces ,dejarla a un lado, comunicarse con la gente… y escuchar sus voces, y las miles de tonadas que como canciones de la tierra, nos bendice nuestra querida Argentina.
Hace varias horas que estamos transitando la ruta entre Salta y Jujuy, y el GPS había sido bastante claro con sus indicaciones hasta entonces.
Ningún problema había tenido para darse a entender esa vistosa máquina que reina en el medio del parabrisas, y a la que nosotros venimos adorando cual diosa de la ruta. Mientras la cosa no iba más allá de “tome por la izquierda, o tome por la derecha”, nunca tuvimos un pero.
Pero ahora faltaba apenas un kilómetro y medio para la rotonda de San Salvador de Jujuy, y ninguno de los cuatro alcanzábamos a descifrar lo que el bendito aparato nos quería indicar. “Próxima rotonda, mantenga su derecha”, repitió varias veces el desgraciado. Llegamos a la rotonda, y por las dudas nos metimos a la derecha. Después de todo, si uno viaja con un GPS que ha costado más de mil pesos, no le queda otra opción que creerle.
Rápido nos dimos cuenta que el camino era el equivocado. Así que por unos minutos nos olvidamos del navegador satelital. Trocamos la tecnología de punta, por la antiquísima costumbre de siempre… estacionamos frente a un puesto callejero de mangos y melones, bajamos la ventanilla y… “hey, señora, buenos días, ¿cómo agarro la ruta para Humahuaca?”. La señora se toma su tiempo. Acomoda dentro de la boca ese bodoque de hojas de coca que todos mastican por aquí, cierra su sombrilla rosada, se acerca a la ventanilla y dice, con un acento quebradeño que nos alegra la mañana: “llegan hasta esa rotonda que reciencito han pasado, y toman el camino que va hacia su derecha…”. Pucha, qué fácil, repetimos todos.
Todavía no sabemos si lo que la señora nos ha dicho es correcto, pero a nosotros nos vuelve la tranquilidad al cuerpo. Retomamos el camino hacia la rotonda de la duda… y otra vez la voz española que clama su parecer: “Próxima rotonda, segunda a la derecha…”. Pero ahora, adentro de la camioneta no hay dudas. Optamos por creerle a la chola.
Ya antes habíamos tenido un aviso. Cuando el GPS nos marcaba la entrada inexistente a un dique que nunca vimos… claro que no está mal amigarse con la tecnología. Después de todo yo estoy escribiendo estas palabras en medio de un cerro a casi 2.000 metros de altura y a más de 1300 kilómetros de Gualeguay. Pero tampoco está mal, a veces ,dejarla a un lado, comunicarse con la gente… y escuchar sus voces, y las miles de tonadas que como canciones de la tierra, nos bendice nuestra querida Argentina.
VACACIONES
Como verá, estoy de vacaciones. Y aprovecho entonces el tiempo de más para pensar estar cosas y compartirlas con usted. Después de todo, la historia de uno es un poco la historia de todos. Y en las vacaciones, uno suele hacer cosas que por lo general, no hace a lo largo del año. Uno suele hacer y suele comer, está dicho mejor.
Por eso muchas veces, uno vuelve de las vacaciones más cansado que cuando se fue.
Aunque convengamos que el de las vacaciones es un cansancio distinto. Es un cansancio que cansa distinto.
Ya mudarse, aunque sea por unos pocos días, a un lugar que no es de uno, es un pequeño suplicio. Uno acarrea las cosas que va a usar, las menos, y otro montón de cosas por las dudas. Intenta meter media casa en el baúl de un auto. Y mira las cosas… y mira el auto. Y sabe que todo eso que ha embalado, jamás entrará ahí adentro… pero de todos modos lo intenta. Y lo intentará de mil maneras distintas. Hasta que alguien toma el toro por las astas. Se pone firme y dice: Esto no va.
Pero esa decisión no es para cualquiera. Y menos con una mujer mirando.
Valijas, bolsos, bolsitos, carteras. Bolsas y bolsitas. Cuatrocientas millones de cosas, acarreadas cientos o miles de kilómetros, por las dudas.
Y llega uno a un lugar chiquito, a vivir unos días de descanso en dulce montón.
Yo me he dado cuenta después de muchos años, que a pesar de que llevo un bolso lleno de ropa para las vacaciones, siempre termino usando lo mismo. Claro que de eso me doy cuenta solo después que veo las fotos.
Siempre el mismo pantalón. Y siempre la misma remera.
El agua es otro tema. Vaya uno donde vaya, aunque vaya a Villavicencio, cualquier percance estomacal uno se lo termina achacando al agua del lugar. “Debe ser el agua”.
Estoy de vacaciones en medio de un cerro, a unos pocos kilómetros de la ciudad de Salta.
Hace uno días, con otras familias nos instalamos en una quinta, en el medio de la nada, y la cosa empezó como empiezan las vacaciones de medio mundo.
Uno llega, hace pié apenas en la casa, es decir, tira todas las cosas arriba de la cama, y sale desaforado a “aprovechar” el tiempo. “Salgamos a disfrutar”… es la frase de cabecera con la que los turistas se hacen a la calle.
Y así, cada uno de los vinimos juntos de vacaciones, salimos por el barrio, y volvimos cargados de bolsas. Dulces, quesos, frutas… y todas esas cosas autóctonas que allá no se consiguen. Y que “hay que probar”.
Eso sí, siempre agua mineral, ¡¡hasta para el mate!!.
Sonrío, es que estoy escribiendo esto en una pequeña sala de espera. Es sábado, afuera hace un calor insoportable. Claro que los “calores insoportables” uno nunca los sufre en vacaciones. En vacaciones, “un calor insoportable” es “un hermoso día para disfrutar”. Pienso que si un día como hoy me encontrara en casa o en Gualeguay, nos abrazaríamos los dos en una larga siesta hasta las cinco de la tarde, y no como ahora, haciéndome malasangre porque afuera hay un día de sol increíble, y yo estoy en una sala de espera. Pero estoy de vacaciones, y en vacaciones las cosas son así.
Y en dos días, es la tercera vez que estoy esperando en la misma sala. El enfermero de la salita del pequeño centro asistencial salteño de San Lorenzo, sonríe cómplice.
Le adivino un “¿¡otra vez por acá?”, en su sonrisa de atención al turista.
“La doctora ya viene”, me dice como explicando, al ver mi cara de fastidio.
“No hay problema”, le contesto, haciéndome el superado.
Al rato llega la doctora. Es la tercera vez en dos días que la despertamos de la siesta, creo.
“Epa, ¿otra vez ustedes?”, comenta la coqueta señora que acaba de bajar de su 4x4.
La doctora revisa a uno de los tantos chicos que vacaciona con nosotros. Y vuelve a repetir lo mismo que ya dos veces nos dijo para los otros. “Comer liviano, y no estar tantas horas al sol”. Vaya consejo para un turista desaforado por “aprovechar los días”. Yo la miro con esa mirada desesperada de turista incomprendido. Me está pidiendo lo imposible. Y ella lo sabe… pero ahora es médica.
Afuera, bajo el sol abrazador de una Salta envuelta de verdes, el tiempo parece correr veloz. Un diario habla en su tapa de los excesos de los jóvenes en la Costa.
Sonrío, pero ahora con preocupación.
Uno llega, hace pié apenas en la casa, es decir, tira todas las cosas arriba de la cama, y sale desaforado a “aprovechar” el tiempo. “Salgamos a disfrutar”… es la frase de cabecera con la que los turistas se hacen a la calle.
Y así, cada uno de los vinimos juntos de vacaciones, salimos por el barrio, y volvimos cargados de bolsas. Dulces, quesos, frutas… y todas esas cosas autóctonas que allá no se consiguen. Y que “hay que probar”.
Eso sí, siempre agua mineral, ¡¡hasta para el mate!!.
Sonrío, es que estoy escribiendo esto en una pequeña sala de espera. Es sábado, afuera hace un calor insoportable. Claro que los “calores insoportables” uno nunca los sufre en vacaciones. En vacaciones, “un calor insoportable” es “un hermoso día para disfrutar”. Pienso que si un día como hoy me encontrara en casa o en Gualeguay, nos abrazaríamos los dos en una larga siesta hasta las cinco de la tarde, y no como ahora, haciéndome malasangre porque afuera hay un día de sol increíble, y yo estoy en una sala de espera. Pero estoy de vacaciones, y en vacaciones las cosas son así.
Y en dos días, es la tercera vez que estoy esperando en la misma sala. El enfermero de la salita del pequeño centro asistencial salteño de San Lorenzo, sonríe cómplice.
Le adivino un “¿¡otra vez por acá?”, en su sonrisa de atención al turista.
“La doctora ya viene”, me dice como explicando, al ver mi cara de fastidio.
“No hay problema”, le contesto, haciéndome el superado.
Al rato llega la doctora. Es la tercera vez en dos días que la despertamos de la siesta, creo.
“Epa, ¿otra vez ustedes?”, comenta la coqueta señora que acaba de bajar de su 4x4.
La doctora revisa a uno de los tantos chicos que vacaciona con nosotros. Y vuelve a repetir lo mismo que ya dos veces nos dijo para los otros. “Comer liviano, y no estar tantas horas al sol”. Vaya consejo para un turista desaforado por “aprovechar los días”. Yo la miro con esa mirada desesperada de turista incomprendido. Me está pidiendo lo imposible. Y ella lo sabe… pero ahora es médica.
Afuera, bajo el sol abrazador de una Salta envuelta de verdes, el tiempo parece correr veloz. Un diario habla en su tapa de los excesos de los jóvenes en la Costa.
Sonrío, pero ahora con preocupación.
Es que muchos de esos excesos son nuestra culpa.
Nuestras, de los mayores, digo.
Y ahora que estoy en la sala de espera, lo puedo firmar.
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