sábado, 6 de diciembre de 2008

A veces...peor que casarse, es ver las fotos!!

Me casé hace un montón de años. Hace casi 20 años.
“…Que 20 años no es nada…”, repite y repite el tango. No tengo idea desde qué punto ni con qué propósito afirmaba Carlitos semejante barbaridad.
Veinte años es mucha vida. Veinte años es mucho tiempo, y mucho más tiempo es, como para “vivir, con el alma aferrada a un dulce recuerdo…”
Antes de seguir adelante con mi perorata, (una palabra vetusta, como vetusta es también la palabra vetusta) decía que antes de seguir adelante con mis palabras, creo que se impone una aclaración importante: Me casé hace un montón de años, y me casé con una mujer. Es decir, me casé con alguien del sexo opuesto.
Y sí, claro que viene al caso la aclaración. Es que esto, que hace 20 años era una aclaración innecesaria, en los tiempos que corren y con las urgencias “progre” del Inadi, resulta imprescindible.
De todas maneras, no tengo intenciones aquí de hacer un tedio filosófico del matrimonio ni mucho menos meterme en el circo de las uniones civiles.
Ya bastante adivino lo que saben de eso, en las caras de los muchos lectores que conozco. Así que no desesperen. Por otro lado va hoy la cosa.
Hoy quiero hacer un breve relato de lo que me sucedió esta semana, cuando mandé a mi hijo adolescente a que ordenara los apretados álbumes de fotos que desde hace años duermen olvidados en el estante de la mesa del televisor.
Y entonces el berrinche adolescente.
Primero mi hijo lanza un rezongo. Luego intenta diez excusas endebles. Y por último acude de mala gana mascullando un “ufa”.
Va hasta el mueble. Se agacha, y saca todos los compilados de fotos viejas.
Todo esto viene a cuento, pues fue allí que emergió después de un largo exilio, el mamotreto de cuero marrón oscuro de Foto André: Mi álbum de casamiento.
Mi hijo sacó todo de ahí abajo y lo extendió sobre la mesa del living. Y, como sucede cada vez que uno se decide a acomodar fotos viejas, termina cuatro horas mirando fotos, comentando… y recordando.
¡Papá! …¿quiénes son estos tipos?, pregunta mi hijo gritando desde una punta del living, mientras señala una foto del álbum.
Voy hasta la mesa, miro la foto…y un frío me corre por la espalda. Y hasta un poco más abajo también, para qué negarlo. Seré sincero, no tenía ni la más pálida idea de quiénes eran los cinco hombres de riguroso traje que con tanto entusiasmo sonreían junto a mí, en la foto de ¡¡mi casamiento!!!
Sinceramente, cuando mi mente no atinó siquiera un nombre, intuí en eso un signo de vejez (de “chotez” más bien). Así que rápidamente intenté salir del paso con una mentira. “Amigos de la abuela”, dije, murmurando una culpa.
¿Y éstos?, pregunta de nuevo mi hijo señalando otra foto. A ver, dejame ver, éste es un amigo de la facultad que se llamaba Pablo….y, zás, otra vez la laguna de la desmemoria.
Y sí, la mentira tiene patas cortas… “Papá, ¿ya no te acordás quiénes estaban en tu casamiento?”.
La pregunta me hirió de muerte el orgullo. Diez nombres repasé mentalmente, pero fue en vano. No había caso. No los recordaba.
Mientras mi hijo se mofa de mi perplejidad, yo agarro el mamotreto de cuero y me instalo en el sillón decidido a hacer memoria. Ahora es una cuestión de orgullo.
Empiezo el álbum exactamente al revés de como empiezo el diario. Lo empiezo desde la primera hoja. Todos sabemos que los álbumes de casamiento comienzan con las fotos del Registro Civil. Y claro, en el Registro Civil siempre están los familiares de uno, y los íntimos. Pienso que así, una foto me llevará a un nombre, un nombre a un recuerdo, y un recuerdo a otro recuerdo. Pero me equivoqué.

FOTOS E HISTORIA
Casi 150 personas fueron a mi casamiento. Y esto lo sé, no porque de repente haya recobrado la memoria como por arte de magia, sino porque lo recuerdan muy bien quienes pagaron la fiesta.
No se rían, la memoria del bolsillo es tan implacable como la memoria del amor, por una sencilla razón: Porque duelen.
Y como han pasado casi 20 años, supongo que puedo darme el lujo ya de pensar en voz alta los comentarios y los sentimientos que me brotan al mirar esas viejas fotos, sin el miedo al qué dirán.
De aquellas 150 personas, hay 22 que fallecieron. Hay 70 personas que hoy ni loco volvería invitar. Hay 23 que no tengo idea quiénes son. Hay 12 con las que no me saludo. Hay 48 personas que nunca más volví a ver. Hay 9 matrimonios de entonces, que ahora están divorciados. Hay 2 amigos que están con sus novias, pero en la foto aparecen abrazados a otras... pues sí, terminaron casados con las chicas de los abrazos. El padre José María tiene, en las fotos, dos kilos menos… por cada año que ha pasado desde entonces. Pero tiene la misma sonrisa. Pregunto por el auto con el que nos fuimos de la Iglesia, me dicen que hace dos años fue vendido como chatarra. Casi un 50 por ciento de los hombres que están en las fotos, han perdido la mitad del cabello. Por suerte han estado ganando cosas más contundentes. El 80 por ciento de las mujeres menores de 30 que están en las fotos, han duplicado el talle… y mejor no sigo.
De todas maneras, y más allá de los olvidos. Y más allá de las peleas y de esas distancias naturales que imponen los tercos caminos de la vida. Y más allá de que uno diga hoy, ¿qué hace este tipo en mi casamiento?, a pesar de todo, yo respeto esa nostalgia mágica que brota de las fotos de otros tiempos.
Y no creo que las broncas de hoy deban viajar hacia atrás en el tiempo para invadir el ayer. Son vanas, esas broncas fuera de tiempo y de contexto. No tienen lugar.
Miro las fotos y es como mirar la historia. Y uno se adentra en la nostalgia, si, pero no puede perder de vista la noción del tiempo.
No es verdad que veinte años no sean nada. En veinte años caben muchas vidas.
Y heme hoy aquí, veinte años después, en esta vida, recordando aquella otra.
Y por eso están bien los olvidos.
Repaso entonces las fotos, ellas me cuentan una historia que respeto.
Y elijo de entre todas, esta foto.

Y pienso, mientras pueda mirarla a los ojos y olvidarme del mundo, lo demás me importa poco…

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Muy bueno.

Claudio Carraud dijo...

Muy bueno. Como diría el comercial...¡tás igual...tás igual..!!!
un abrazo
CC

Anónimo dijo...

En 1924 Juan L. Ortiz se casa con Gerarda S. Irazusta, la que será su compañera de toda la vida. A ella le dedica: “¡Oh, qué dulzura…”


“¡Oh qué dulzura estar esta tarde así unidos,
sentados frente a frente, mirando los tejidos
tenues de la llovizna, conversando, leyendo,
escribiendo yo un poco y tú un rato tejiendo,
mirándonos los ojos profundamente, y
sonrientes quedándonos en éxtasis así…


¡Oh, qué dicha, Señor, tenerla ya en mi vida
a mi ensueño constante como una gracia asumida
muy quieta y silenciosa, aunque llena de amor,
cuando sobre el papel me distrae el ardor
lírico que me infunde con su dulce belleza,
inmediata y lejana por su misma pureza…”

En los tiempos que corren, la declaración de amor de un hombre a su mujer de toda la vida, es maravilloso.
Cariños.
SC