lunes, 14 de julio de 2008

Recuerdos de un Gualeguay de ayer nomás...

Hermoso relato de un Gualeguay que parece de ayer nomás...
Publicado este domingo en Gualeguay al Dia, por Claudio Carraud

Pelota de Medias

Cuando promediando la década del ’70 mi familia se mudó del pueblo a una chacra, comenzó toda una visión diferente de lo que, para mí, era el mundo. Estar en contacto permanente con la naturaleza y conocer de cerca animales que en el pueblo no había, hacía que la mente de un chico de ocho años cambiara.
Los camatíes de avispas, las iguanas, las culebras y los cuises pasaban a ser bichos muy comunes en las chacras, cosa que no ocurría en el pueblo. Pero junto a esto había otra cosa que también era nueva para mí, la pobreza. Hablo de la pobreza de los que no necesitan mayores cosas para vivir y que son felices a su manera. Los nuevos amigos que tuve en esa infancia, chicos pobres, de padres chacareros que se pasaban todo el día trabajando la tierra, hizo que conociera lo que era la alegría de las cosas simples. Estos chicos, que ayudaban en los muchos trabajos que hay en una chacra, hacían un esfuerzo para llegar hasta la escuela, algunos caminando varios kilómetros para después volver a trabajar en sus casas. En esta escuela, donde mi madre era maestra, convivíamos durante ocho horas. A la mañana teníamos clase normalmente y después de comer al mediodía, venían las actividades especiales como carpintería, huerta, o fabricar escobas con una máquina que el gobierno militar de entonces nos había donado para un proyecto especial de escuelas de doble jornada. Pero en realidad lo que nos interesaba era jugar a la pelota. En aquella época y en esas circunstancias, jugar al fútbol con una pelota más o menos digna, era poco menos que imposible. Algunos gürises eran expertos armadores de pelotas de medias. Se agarraba una media vieja y se la llenaba de trapos y bollos de papel, comenzando poco a poco a darle una forma redondeada. Había que apretujarlos bien, para que cuando la pelota estuviera hecha, al menos picara a unos quince centímetros del suelo. Una vez prensados los trapos, se ajustaba la media de manera que se formara una pelota de unos diez o doce centímetros de diámetro, se anudaba y se volvía a envolver con el sobrante al revés. Hecho esto, se metía en otra media, y se procedía de la misma forma. Cuando la pelota estaba lista, era una bola de trapo de aproximadamente quince centímetros de diámetro que picaba a no más de dos cuartas de la tierra.Antes de empezar a jugar, se debía hacer la elección de los jugadores para armar los dos equipos. Este trámite llevaba su tiempo. Se decidía quienes iban a ser los que armaran los equipos. Tenían que ser dos que jugaran al fútbol parejo, es decir, dos que jugaran muy bien, o dos más o menos, porque la cosa tenía que ser pareja. Luego tenían que “pisarse”. Se ponían a una distancia de dos metros más o menos y comenzaban a mover hacia delante un pie por vez cada uno, hasta que la punta del pie de uno de los chicos tocara el pie del otro. El que lograba esto primero ganaba y por lo tanto elegía el primer jugador. Mientras todo esto ocurría, nosotros -que veníamos a ser la oferta de jugadores- aprovechábamos para patear y calentar los músculos antes de ser elegidos. La pobreza con la que convivíamos hacía que algunos de los gürises que iban a la escuela de alpargatas o con las pampero, se las sacaran y jugaran descalzos o en medias.Jugar al fútbol con la pelota de medias tenía sus secretos. Los pases no podían ser demasiado largos, y levantar un centro o tirar un corner llevaba su práctica ya que había que “calzar” la pelota desde bien abajo con la punta del pie para lograr que alguien pudiera cabecear. El problema principal radicaba en si la pelota se mojaba cuando caía adentro de un charco. Tratábamos de rescatarla inmediatamente, pero si no era así, el hecho de que fuera de trapo o de medias, hacía que absorbiera mucha agua, por lo que había que azotarla contra el suelo y pisarla para tratar de secarla. Si esto resultaba exitoso, continuábamos jugando con ella, pero cada vez que la pateábamos, la pelota salpicaba a quien la pateaba y a los que estaban cerca. Recuerdo las paredes de mi escuela marcadas por los pelotazos cuando la pelota estaba mojada.Jugábamos en los recreos, en el patio de tierra, al costado del gran cuadrado de baldosas rojas, que en los bailes que organizaba la comisión cooperadora hacía las veces de pista de baile, donde las parejas apuraban los pasodobles y los chamamés que tocaba la orquesta desde el escenario de piso de cemento, levantado a cincuenta centímetros de la tierra, con techo de chapa, para que los músicos no se mojaran en caso de que en medio del bailongo se largara un chaparrón.Nosotros armábamos el campo de juego a lo ancho del patio, de unos treinta metros, con el escenario incluido que quedaba justo en el medio de la cancha. Esto hacía que tuviéramos que esquivarlo para seguir jugando, pero cuando la pelota se iba arriba del escenario el juego continuaba igual, entonces alguno saltaba y desde allí aprovechaba para sacar un centro al medio del área rival.Cuando llovía y había mucho barro, jugábamos en el patio de baldosas. El hecho era que siempre estábamos jugando a la pelota, incansables, insaciables, nunca conformes con la cantidad de horas que jugábamos.Cuando tocaba la campana y volvíamos a clase, el resultado del partido quedaba pendiente. Entonces entrábamos al aula tratando de recuperar el aire y preparándonos para el recreo siguiente. En tanto ella -la pelota de medias- quedaba celosamente guardada bajo el pupitre de algún antiguo banco de madera; esperando, tal vez sabiéndose protagonista, la hora de salir nuevamente a la cancha.
Claudio Carraud
claudio-carraud.blogspot.com

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