El río duerme impávido bajo un puñado de bañistas que intentan sofocar el sopor, sumiéndose en sus tibias e indiferentes aguas. El ambiente carga tanta humedad que parece aplastarlo todo contra el suelo. El paisaje es lento. Las verdes cabezas de los árboles columpian con desgano y el susurro de la brisa sobre ellas me atrae, cual sirenas con sus cantos.
Enero se florea a sus anchas sobre la depresión natural del terreno. Gritos aquí, casi estridentes. Mas allá también gritos, pero bajo la sordina de la distancia. Un perro, de cruza y pelo casuales, se sacude estrepitosamente el agua desde las orejas caídas, hasta el extremo de su corvo rabo, con una naturalidad que le envidio. Una señora sesentona insiste por enésima vez en quejarse porque a unos niños se les ocurre jugar con el agua y la mojan. La miro, la escucho apenas y con pena, pues la comprendo. Su enojo no es el agua, ni el ruido, ni los juegos, no...que va.., su enojo es ser ignorada y tal vez, no poder, o lo que es peor, queriendo y pudiendo: Ni siquiera animarse o atinar. Vaya prejuicio, ese estúpido prejuicio protocolar social.
El perro me mira con suficiencia, huele en derredor suyo, levanta apenas una pata trasera y orina hoyando la arena; luego, sacude sólo la cabeza y se marcha al trote hacia una altura del terreno donde la sombra es apenas un punto que yace bajo los árboles.
Desde chico tuve los mismos pensamientos que me abordan ahora, cuando una situación me acorralaba el alma, rogaba a mi Dios con ganas: “Conviérteme en cualquier cosa”, en cualquier cosa menos en un hombre, me refiero a un Raza Hombre. Ahora deseo ser ese perro que se echa sobre la escueta sombra sin el más mínimo problema y sin la plúmbea carga de la razón. Muchas cosas hube querido ser en otros tiempos: Un grillo, un pájaro, una jarra, un avión, una escalera...tantas cosas como problemas tuve. Cerraba con fuerza los ojos, rogaba, rogaba y rogaba. Con cuidado, esperanzado, volvía a abrirlos y...nada: Hombre nomás. ¡Mierda!.
Un gran árbol que emerge junto al río, me chista. Cierro los ojos y ruego por ser él. Nada. Camino hacia él. La arena arde bajo mis pies desnudos y trémulos, un niño me arroja un puñado del dorado polvo abrasador, pero no me importa, pues a un árbol no debiera importarle. Ruego y sigo rogando con tantas ganas que me parece que esta vez sí lo lograré. Junto al árbol estoy, hombre aún. Levanto la vista siguiendo con ella el imponente tronco, un fiel que señala el más allá. Trepo con los ojos cubiertos de párpados sin dejar de rogar, las ramas me desgarran la piel y brota sangre. O savia. Solo los descubro en lo más alto y nada, sigo hombre. Miro hacia el abismo que me separa de la playa y en ella reparo. Nada ha cambiado: los niños juegan en su mundo, la señora protesta en el suyo y el perro duerme, en otro quizás. El río sigue inmóvil. Y yo...cubro nuevamente mis ojos con pálida y fina piel, y ruego... y me balanceo... y vuelo... y caigo... y paz.
Horacio Ricardo Palma
Enero se florea a sus anchas sobre la depresión natural del terreno. Gritos aquí, casi estridentes. Mas allá también gritos, pero bajo la sordina de la distancia. Un perro, de cruza y pelo casuales, se sacude estrepitosamente el agua desde las orejas caídas, hasta el extremo de su corvo rabo, con una naturalidad que le envidio. Una señora sesentona insiste por enésima vez en quejarse porque a unos niños se les ocurre jugar con el agua y la mojan. La miro, la escucho apenas y con pena, pues la comprendo. Su enojo no es el agua, ni el ruido, ni los juegos, no...que va.., su enojo es ser ignorada y tal vez, no poder, o lo que es peor, queriendo y pudiendo: Ni siquiera animarse o atinar. Vaya prejuicio, ese estúpido prejuicio protocolar social.
El perro me mira con suficiencia, huele en derredor suyo, levanta apenas una pata trasera y orina hoyando la arena; luego, sacude sólo la cabeza y se marcha al trote hacia una altura del terreno donde la sombra es apenas un punto que yace bajo los árboles.
Desde chico tuve los mismos pensamientos que me abordan ahora, cuando una situación me acorralaba el alma, rogaba a mi Dios con ganas: “Conviérteme en cualquier cosa”, en cualquier cosa menos en un hombre, me refiero a un Raza Hombre. Ahora deseo ser ese perro que se echa sobre la escueta sombra sin el más mínimo problema y sin la plúmbea carga de la razón. Muchas cosas hube querido ser en otros tiempos: Un grillo, un pájaro, una jarra, un avión, una escalera...tantas cosas como problemas tuve. Cerraba con fuerza los ojos, rogaba, rogaba y rogaba. Con cuidado, esperanzado, volvía a abrirlos y...nada: Hombre nomás. ¡Mierda!.
Un gran árbol que emerge junto al río, me chista. Cierro los ojos y ruego por ser él. Nada. Camino hacia él. La arena arde bajo mis pies desnudos y trémulos, un niño me arroja un puñado del dorado polvo abrasador, pero no me importa, pues a un árbol no debiera importarle. Ruego y sigo rogando con tantas ganas que me parece que esta vez sí lo lograré. Junto al árbol estoy, hombre aún. Levanto la vista siguiendo con ella el imponente tronco, un fiel que señala el más allá. Trepo con los ojos cubiertos de párpados sin dejar de rogar, las ramas me desgarran la piel y brota sangre. O savia. Solo los descubro en lo más alto y nada, sigo hombre. Miro hacia el abismo que me separa de la playa y en ella reparo. Nada ha cambiado: los niños juegan en su mundo, la señora protesta en el suyo y el perro duerme, en otro quizás. El río sigue inmóvil. Y yo...cubro nuevamente mis ojos con pálida y fina piel, y ruego... y me balanceo... y vuelo... y caigo... y paz.
Horacio Ricardo Palma
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