sábado, 17 de noviembre de 2007

EL CÍRCULO DE LOS RECUERDOS...


ENTRE EL ALMA DE LAS COSAS, Y LA GEOMETRÍA


“…La bisectriz yo trazaré - y a cuatro planos intersectaré - Una igualdad yo encontraré: - OP más PQ es igual a ST - Usaré la hipotenusa - Ay no te compliques, nadie la usa - Trazaré, pues, un cateto - Yo no me meto, yo no me meto...” (Teorema de Thales – Les Luthiers)


Es temprano. Digo, son las seis de la tarde, y estoy por irme de la oficina dos horas antes de lo habitual. Vaya a saber por qué razón, antes de irme decido abrir mi casilla de correo electrónico. “Dos correos nuevos”, anuncia el mensaje. Uno no tiene remitente, no tiene mensaje, pero tiene una foto. La foto es el mensaje. Alguien, vaya a saber quién, me manda una foto de la vieja Escuela de Comercio de Gualeguay.
Está abandonada… como tantos sueños de entonces.
Derruida…como muchos recuerdos desteñidos.
Tapiada…como queriendo esconder alguna pena.
Aún en pié…como las pocas esperanzas intactas.
Y veo la foto, y en catarata se me vienen los recuerdos. Y aunque ya estoy en la calle rumbo a casa, camino con la imagen de la foto en mis pupilas, y con los recuerdos de mis años en la Escuela dando vueltas en mi cabeza: Las mañanas frías y oscuras de aquellos inviernos, iluminadas de hálitos tibios. La luz mortecina del zaguán amarillento. El griterío eterno en la vieja galería. El aljibe, coronado con una ronda de guardapolvos blancos. Los vidrios empañados de las aulas, con un montón de corazones dibujados con los dedos. El panadero, con su enorme canasto de galletas, vendiéndonos su tesoro recién horneado a escondidas, a través de las ventanas. Don Vico junto a la columna, en la puerta de la Dirección. El traca traca de las viejas Lexicon brotando de Secretaría. La infaltable ronda de mate en la sala de profesores. Y aquellos ojos tan profundos, como un recuerdo imposible de olvidar.
La vieja Escuela de Comercio tenía el encanto de ser una casa grande. El encanto de ser Escuela siendo casa. Eso la hacía única.
Si el que me envió esa foto alguna vez lee esta nota, le agradezco que haya tirado su melancolía en mi casilla de correo. A pesar del frío, raro para esta tarde de noviembre, el recuerdo me ha entibiado el corazón.
Curiosamente, en este invierno de 2.007, estando en Gualeguay, me fui un día caminando hasta la vieja escuela de Comercio. Sí, una mañana de julio salí temprano y recorrí el mismo camino que hacía hace muchos años para ir a la escuela. Caminé la calle San Antonio, llegué a la plaza Constitución, la crucé en diagonal hasta el centro, y desde allí, derechito a la escuela. A lo que queda de ella. Me paré frente a la entrada tapiada. Apoyé mi mano en la pared derruida. Cerré los ojos. Y sentí su alma. Sí, no se ría. Yo creo en esas cosas. Creo profundamente en que las cosas tienen alma. Y no hablo en términos teológicos, claro. Digo, no quiero decir que creo que Dios salvará en el final de los tiempos a los roperos o las paredes. No. Digo que creo que las cosas tienen algo, como un alma, que les hace cobrar vida. Y lo sé, porque en los silencios profundos escucho las voces de las cosas. Escucho la queja de los estantes de la biblioteca, cuando los libros se desperezan en sus entrañas. He escuchado el suspiro del ropero donde mi viejo guardaba su ropa. Muchas veces oigo susurrar a la caja que custodia todas las cartas que he recibido, limbo también, de todas aquellas que nunca me animé a mandar. Ni a tirar a la basura. Por las noches, suena terca, monótona como un solo pensamiento, cual clepsidra, la gota que cae de la canilla de la cocina, y desaparece misteriosamente durante el día.
No sé cómo es el alma de las cosas. No lo sé explicar. Y tampoco tengo idea cómo es nuestra alma. Pero intuyo que todo en el mundo tiene vida, hasta las paredes. Creo que hay un espíritu en todas las cosas. Así me lo contaron aquella mañana de julio, las viejas paredes de la vieja Escuela de Comercio. Y en las voces de las cosas, me parece escuchar mi propia voz. Ahora que lo pienso, tal vez allí resida parte del misterio.
Llego a la puerta de mi casa. Y el mundanal evento de tener que buscar las llaves, me vuelve al mundo de los realistas. Es viernes, y está a punto de terminar una semana atípica de noviembre. El frío se arrebujó sobre la llanura y el río, y se quedó lo más pancho una semana entre nosotros.

LA GEOMETRÍA EN CASA
Entro a casa a una hora infrecuente. Sorpresa. De ellas, y mía.
Sobre la mesa del comedor, media docena de señoritas adolescentes luchan a brazo partido contra la geometría. Parecen llevar las de ganar. Dos, de entre la media docena, amagan un saludo parco: “Hola”. Creo que una es mi hija.
Intento entonces con la simpatía, pero sin salirme del solemne protocolo que reclama la intrincada psiquis adolescente (Lo sé, hay edades para los que uno resulta un “viejo ridículo”). ¿Nadie me va a saludar?, reclamo con el tono más simpático que encuentro. Saludan dos más. Más las dos primeras: cuatro. Cuatro de seis…ya estoy conforme.
Mientras ellas siguen en su lucha contra la geometría, yo aprovecho para mirar en detalle la “mesa de estudio”. Lo básico no ha cambiado mucho desde mi adolescencia. Escuadra, regla, compás…aquí dudo, pues yo siempre llamé semicírculo a lo que muchos llaman transportador. No importa, seguramente se entiende.
Lo que sí ha cambiado es el entorno. Mientras hacen el trabajo, una está chateando en la compu, otra está abocada a la tarea de mandar mensajes por el celular, una tercera está escuchando música con su mp3. Sonrío. Me recuerdo a su edad. ¡¡Qué poco cambian las cosas que cambian mucho!!. Vuelvo a sonreír, pero ahora porque al escribir esta frase, recuerdo al gabinete anunciado por Cristina. “Ahora vamos por el cambio”…pero por las dudas, dejamos el mismo gabinete…je je.
Ofrezco mate…pero las chicas de la geometría me muestran sus gaseosas light. Me resigno ante semejante sacrilegio. La goma arábiga acaba de asestarle un tremendo recto en plena mandíbula al mate. Ellas siguen en los laberintos de los catetos, la hipotenusa y las tangentes. Yo observo.
Ahora que este “llegar temprano a casa” me ha vuelto a encontrar con la geometría, recuerdo que siempre me llevé a las patadas con ella. Era siempre igual, cada vez que el profesor pronunciaba la palabra hipotenusa, a mí se me venía la imagen de una señora gorda de cachetes colorados que me gritaba cosas incomprensibles en la cara. La bisectriz era distinta…era delgada, histérica pero mucho más mala que la rechoncha hipotenusa. Con los catetos, esto lo recuerdo bien, una mañana en la escuela, llegué a componer una docena de rimas irreproducibles antes que el profesor terminara de explicar el teorema en el pizarrón. “No cascoteen el avispero…”, avisaba Jacob.
Desde la cocina, mientras tomo el primer sorbo de la infusión fundacional de la entrerrianía y la amistad, escucho que una de las chicas repite…“En un triángulo rectángulo, el cuadrado de la hipotenusa es igual a la suma de los cuadrados de los catetos”. Y a mí me corre un frío por la espalda. Intento desentrañar ese trabalenguas del genial Pitágoras… “En un triángulo rectángulo, el cuadrado de la hipotenusa es igual a la suma de los cuadrados de los catetos”… ¿podrá ser eso posible? Yo creo que no, pero no soy necio, así que no tengo más remedio que creerle a Pitágoras.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

En la Argentina es posible retirarse así como así de la oficina dos horas antes de cumplir el horario estipulado por contrato?...Y encima es posible perder el tiempo y utilizar la conección inernet del lugar de trabajo para cuestiones privadas?...Qué ejemplo!...No hay uno allí que pueda tirar la primera piedra!

Anónimo dijo...

Sí se puede...cuando es el jefe!!, je je

Horacio Palma