domingo, 24 de junio de 2007

LA INOCENCIA PERDIDA



“Recuerdo que entonces reías - si yo te leía - mi verso mejor - y ahora, capricho del tiempo, - leyendo esos versos - ¡lloramos los dos!...”


(Pedacito de Cielo – H. Expósito)


Y así, como quien no quiere la cosa, se va esfumando el verano.
Me refiero al verano vacacional y no al verano de estación. Éste, seguramente se resistirá un tiempo más, estoy seguro de eso. Apuesto a que tiene aún guardado en la manga, me refiero al verano, algunos días pesados de calor, que seguramente nos los obsequiará para los tiempos en que comiencen las clases. Bueno, si es que los docentes entrerrianos no deciden comenzar las clases en invierno, claro.
De a poco, todos volvemos a nuestras tareas habituales, y yo (esto me lo acaban de secretear las musas), volveré irremediablemente a mis escritos menos poéticos, esos que padecen la enfermedad grave de la realidad.
Claro que cuando hablo de “escritos poéticos” no quiero decir, ni mucho menos presumir, que algunos de mis escritos contengan poesía. Es sólo una manera poética, si se me permite la expresión, de llamar a los escritos más románticos que se me sueltan en los días solitarios del verano. Porque sí, es la soledad, presiento, la que me hace brotar ciertos temas peliagudos de mis adentros.
Lo más profundo que he buceado, ahora que hago memoria, han sido las profundidades de los ojos azules de un amor correspondido. Y no voy a negar aquí lo innegable: varias veces estuve a punto de zozobrar, y perecer ahogado en esas azules profundidades. Aún así, yo sé que valió la pena. Tampoco voy a negar haberme sumergido, en otros tiempos, a bucear profundidades más oscuras. Allí me fue peor. Pero al menos lo intenté.
Me sucede que a veces, cuando releo las cosas que he escrito en los veranos solitarios, me digo: “Hey, también está bueno tomarse un tiempo, huir de la realidad brutal, y ponerse a bucear en las aguas profundas de uno”. Que muchas veces son, con distintas profundidades, las mismas aguas de otro. Porque en definitiva, todos somos distintos, pero en el fondo, no tan distintos. Siempre aparece alguien representado en las vivencias de uno. Y sólo eso, es suficiente para justificar el delirio de nuestros “decires”.
Pero la realidad se impone siempre, inevitable, cómo negarlo, y termina por sacarnos de prepo la poesía. De todos modos, no creo que la excusa de la realidad sirva para justificar nada…y cada vez que termina mi verano solitario, me prometo tomarme durante el año, el tiempo necesario para escribir sobre cosas menos mundanas que la realidad política o económica de este país irremediable. Y como siempre, cada año, tiro por la borda mi credo, quiero decir que olvido mis autopromesas, y termino embarullado, casi sin darme cuenta, en los laberintos de la cotidianeidad.
PERDER LA INOCENCIA
Recuerdo el momento exacto en que perdí la credulidad ciega. Yo tenía ocho años. Mi tía María Elena nos había llevado al Luna Park a ver Titanes en el Ring. El mítico Palacio de los Deportes, enclavado allá en el bajo de la Ciudad de Buenos Aires (recientemente declarado Patrimonio Histórico de la Ciudad), recibió aquél sábado de julio, una cantidad impresionante de chicos ansiosos y desaforados por las vacaciones invernales… cuando recuerdo aquello, recuerdo también la genial poesía de don Expósito “los años han pasado, terribles, malvados…”.
No sé que extraño sortilegio atrapa la fantasía de uno, ante esa especie de súper héroes enmascarados luchando a brazo partido sobre un ring encordado de sueños.
Siempre es igual, la lucha eterna, Caín y Abel. Los buenos contra los malos. El bien y el mal luchando por imponer justicia.
Yo estaba aquella tarde fría de julio ahí nomás, en segunda fila…y entró él, el gran Martín Karadagián, que era chiquito pero yo lo veía enorme, como enormes eran por entonces mis sueños. Un racimo jubiloso de chicos traía el gran Martín a la rastra. De un salto subió al Ring, saludó con su saludo inconfundible, levantando su mano derecha de canto, se quitó la bata y comenzó a hacer movimientos de precalentamiento. Y entonces las luces más bajas, y Jorge Bocacci, el insuperable maestro de ceremonias de los Titanes de mi infancia, anunció con voz grave al Gitano Ivanoff… “Gitano te portas muy mal, pegar a traición no es pegar…” cantaban los parlantes del Luna. Todo el circo de la vida en un cuadrilátero. El bien y el mal entre las cuerdas. También mis recuerdos.
Y comenzó la lucha, y mi corazón a mil y mis gritos de aliento a Martín Karadagián, que comenzaba la lucha perdiendo casi por paliza. Siempre era igual, Rocky Balboa no inventó nada, todo eso lo inventó el gran Martín Karadagián.
Fue entonces cuando sucedió aquello que me robó gran parte de mi credulidad. Karadagián boca abajo con gesto indisimulado de dolor. El Gitano, con su gorda rodilla en la espalda del Campeón, y con sus dos brazos haciendo palanca sobre el brazo derecho de Karadagián… que a pesar de todo no se rendía, porque por eso era el Campeón Mundial. William Boo, el peor árbitro del mundo, como siempre, del lado de los malos, se hacía el distraído ante todas las trampas del Gitano contra Martín.
Y entonces, el Gitano que se levanta, y nos mira con esa cara de malo y nos pregunta con gestos “¿quieren que lo pise al Campeón?. Yo bajé instantáneamente la mirada, miré fijamente los ojos doloridos de Karadagián, que se retorcía de dolor. “Que se levante, que se levante, por favor, que se levante” pedía yo por lo bajo, como en letanía. Y adiviné que todo el estadio pedía lo mismo. Entonces sucedió…el Gitano levantó alta su rodilla gorda y con su bota apuntó a la mano de Martín…y yo lo vi. Vi cuando el Gitano tiró el pisotón, pesado, sobre la lona sucia del Ring. Y vi que el pisotón cayó al lado de la mano de Martín, justo al lado… “le erró, le erró, lo vi… ¡le erró!”, pero Martín se retorció igual de dolor. Entonces fui testigo del engaño. Lo vi con mis ojos de chiquilín. El pisotón actuado del Gitano Ivanoff, el gesto actuado de dolor del gran Martín Karadagián, me robaron de cuajo la ciega credulidad. Fue en julio. Hacía frío.
Y desde entonces mi escepticismo ha crecido al compás de los años. Claro, la vida ha sido mucho más cruel con mi credulidad, que aquella entrañable actuación del memorable Martín Karadigián. Y haciendo ahora un repaso de algunas de todas las incredulidades que me contagió la vida, me doy cuenta que son innumerables. Ya no creo en los dolores actuados, ni en aquellos que me dicen “después te llamo”, “no hay problema”, “después nos vemos”. No creo en los que hablan bien de los que ya están muertos, ni en los que me palmean la espalda, ni los que me hacen promesas de aquí a diez años, ni en los juramentos de amor eterno, ni en las promesas electorales, ni en los que dicen que no creen, ni en los que dicen que confían ciegamente, ni en los que no miran a los ojos cuando hablan, ni en los que sonríen de compromiso, ni en los que dicen “mañana pago yo”, “después arreglamos”, “mañana lo vemos”, “tal vez mañana”, “yo te lo dije”, “yo ya lo sabía”, “me lo imaginaba”, “te lo juro”, “te lo digo sinceramente”, “con la mano en el corazón”…y podría seguir cien hojas más. Por suerte, la vida me ha enseñado a creer en cosas más sencillas. En esas cosas sencillas que se dicen casi sin palabras. Con una mirada, con un beso, una caída de ojos, con una caricia justa, en un perdón que suena sincero porque llega hasta el alma, o un “te quiero a pesar de todo”, o un recuerdo especial que yo ya había olvidado. “La casa tenía una reja - pintada con quejas - y cantos de amor. - La noche llenaba de ojeras - la reja, la hiedra - y el viejo balcón... ¡Y hoy quieres hallar como entonces - la reja de bronce temblando de amor!...” escribió el genial Homero Expósito. ¡¡Ay Horacio, si eso es lo que quieres, entonces… estás perdido!!

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