“Hablé de Dios y
justo salió el sol. Hoy pronosticaban lluvia, y no… Dios y alguno que
seguramente le
está hablando al oído y que le gusta mucho El Calafate le dijo: dale sol, dale
gas…” (Cristina Fernández)
Crecí
escuchando que Dios era argentino. Perdón, crecí escuchando: Dios ES argentino.
Urdieron
mis mayores toda una majestuosa confabulación a lo largo de mi infancia, hasta
que me convencieron que yo había nacido en el mejor país del mundo.
Argentina:
El país al que Dios había elegido para su Paraíso
¡Qué
suerte la mía!, pensé… “nunca menos”…je
De
todos modos, mis contestatarias entrañas buscaban día tras día una hendija para
desmentir o confirmar el relato oficial que mis mayores repetían como acto de
FE.
No
sé, había cosas que no me cerraban en el bucólico relato de tamaña elección de
Dios.
Es
que si bien yo miraba por entonces al mundo con mis ojos confiados de niño,
había ciertas cosas alrededor, hechos de la realidad de todos los días que me
hacían dudar.
Por
entonces, yo parecía esos agnósticos de morondonga, esos contestatarios del
catecismo que pululan la vida con paupérrimos argumentos a flor de labios, esas
personas molestas que no se conforman con no tener Fe, sino que además laburan
en eso de cuestionar, destratar o denostar a la Fe ajena. Cuando los recuerdo
sonrío… y cuando aún hoy me los encuentro intento “escapar por la tangente”,
como decía mi abuelita, que no te faltaba a una misa ni aunque en la radio anunciaran
alerta meteorológico con probable caída de granizo.
Seguro
que usted las conoce, son esas personas que con brazos en jarra y ceño fruncido
te dicen: “A ver, si es verdad que Dios existe ¿porqué se mueren los niños
eh?”. “A ver, si es verdad que Dios es bueno ¿porqué hay tanta gente sufriendo
eh?”
¡¡Ah
visto que los conoce usted también!!
Bueno,
como ellos anduve mi infancia, haciendo preguntas por el estilo cada vez que me
aseguraban: Dios es argentino. Y mis cuestionamientos se acentuaron un día en
que suspendieron las clases en todas las escuelas de la ciudad en la que por
entonces vivía, sin que nos dieran los grandes muchas explicaciones. Luego me
enteré que el día anterior, al papá de un amigo le habían volado las piernas
con una granada casera unos tipos que luego lo dejaron morir desangrado.
El
papá de mi amigo era además papá de cuatro chicos más. El apellido me quedó
grabado para siempre: Carpani Costa. Es que por entonces la única persona en el
mundo que conocía con dos apellidos era mi vieja.
Al
papá de mi amigo lo mataron los terroristas del ERP, que un domingo
aprovechando el día de visitas a los soldados de la unidad militar, entraron a
sangre y fuego. Mataron, algunos murieron, robaron armas… y se fueron. Pero
dejaron activada la bomba del terror.
Y
tal fue el terror, que por ejemplo, nunca más los Carpani Costa vivos, volvieron
a hablar del Carpani Costa muerto.
Y
tal fue el terror, que desde ese día, la maestra de mi escuela nos repetía sin
cansarse después de aquél día de luto: “chicos, si encuentran un paquete en la
calle NO lo toquen”. “Chicos, si encuentran un juguete abandonado en la plaza
de enfrente, NO lo agarren”.
Uf,
parecía como que la misma maestra ya había comenzado a dudar en eso de que el Dios
que nos cuidaba era argentino.
Yo
no tenía ni diez años, y por primera vez palpé el miedo de mis mayores. El de
mis maestras, el de mis viejos… el de mis vecinos. Aquél atentado terrorista
cambió la vida de todos para siempre. Desde entonces, todos supimos que nos
podían matar un día cualquiera sin ninguna razón más loca, que las ganas de un
terrorista. En el país elegido por Dios, un día de 1975 se presentó el demonio,
y dijo presente con grito de muerte.
Caras
largas, miradas de reojo. Noticias de locura y de sangre.
Desde
aquél día, todo paquete sospechoso en la calle podía ser una bomba.
De
todos modos, y como si necesitaran creer, mis mayores insistían en que
Argentina era un país bendecido.
Cuando
entré a la escuela, lo primero que hice, recuerdo, fue buscar a la Argentina en
el globo terráqueo que había en el aula. Mi seño le decía: “mapamundi” y se
enojaba cuando yo insistía en llamarlo globo terráqueo.
¡Cómo
me gustaba encender la luz que lo iluminaba mágicamente desde las entrañas, y
girar luego el globo multicolor y leer los cientos de nombres y descubrir
países y miles de islas, muchas de ellas perdidas en el mapa!.
Para
que los menores de hoy entiendan un poco mejor mis sentimientos de entonces, girar
el mapamundi era algo similar, salvando las abismales distancias, a lo que hoy es googlear un país. Pero sin conseguir
más información que la ubicación y su nombre.
Yo
giraba el globo encendido de colores y soñaba que viajaba a través del mundo. Y
que descubría lugares remotos. Soñaba que pisaba las arenas blancas de una isla
que nadie antes había pisado. Una isla solo para mí.
Claro,
en la patria de mi infancia no había internet ni mapas interactivos ni mucho
menos gps capaces de guiarnos hasta el fin del mundo con milimétrica precisión.
Todo era más rústico… más romántico… pero también tenía su encanto, claro.
Por
entonces, apenas una temblorosa brújula que marcaba el Norte… era lo más
sofisticado a lo que uno podía aspirar para la orientación.
Entonces
yo, buscando países encontraba a mi Argentina en el mapa. A mi querida
Argentina… ¡tan lejos de todo!. Pero si yo decía que me parecía que Argentina
estaba lejos, como perdida en el mapa, mis mayores me decían que era una
ventaja estar lejos del mundo… eso nos aseguraba la paz y nos aleja de los
problemas feroces de los “malos”.
Para
cada duda había una explicación. En nuestro bendito país no había racismo (ni
gente de raza negra, claro), ni guerras. En la bendita Argentina tenemos todos
los climas y todas las estaciones y todos los paisajes y un territorio extenso
con todo por hacer y mucho por descubrir. En la bendita Argentina uno tira una
semilla y brota. En la bendita Argentina no come el que no quiere y solo el
vago no consigue trabajo.
Ahora
ya estoy grande. El mapamundi del aula ha apagado las luces para siempre y ya
no puedo jugar con él a escaparme en un viaje imaginario hacia lugares remotos
o hacia islas con playas de arenas blancas solo para mí.
Mis
ojos han visto muchas tragedias en el país bendecido por Dios. Mis huesos han
andado el camino largo de abismos y barricadas. Mis oídos han escuchado mil
veces las mismas cantinelas de una historia que se repite en la tragedia. He
perdido la inocencia de aquella mirada de niño. Y hasta me han querido
convencer… ya de grande, que mi querida Argentina “está condenada al éxito”.
Dios
es argentino. Repita. Dios es ar gen ti no. De chico se me daba por dudar y
hacía preguntas. Dios es argentino. Antes dudaba. Pero ahora la veo a Crstina,
y a su hija y a su hijo. Y lo veo a Boudou, y lo veo a De Vido… y lo veo a
Jaime y la veo a Hebe ex de Bonaffini y lo veo a Schocklender y lo veo a
Oyarbide y lo veo a Pichetto y lo veo a Urribarri, y me zampan en cada esquina
la estampita de Néstor. Y lo veo a Lázaro Báez y a Tinelli… y a Kunkel y a
Moreno…
¿Dios
es argentino? De chico dudaba. Pero ahora ya no.
Horacio Ricardo Palma
El Día de Gualeguay
Gualeguay
Entre Rios
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