El hombre se
presenta como cada día de hace 30 años en su espectáculo callejero de
presupuesto cero.
En el
ambiente flota ese aire resignado de almas acostumbradas al subdesarrollo. De
huesos resignados a olvidar la dignidad a la hora de sobrevivir.
Una cámara
de poca definición de un teléfono que se mueve demasiado sigue al hombre del
espectáculo, el hombre baja por la improvisada escalinata de piedras y
salientes de tierra hacia la orilla fangosa del lago sagrado junto al palacio
presidencial en Yamoussoukro.
Esta
ciudad, imposible de pronunciar de corrido sin leerlo tres veces, es la capital
de Costa de Marfil.
Ah sí,
porque los países pobres son así, la gente arriesga su vida por unas monedas,
pero los presidentes viven siempre en palacios dignos de la realeza más
ampulosa de Europa.
Una docena
de mastodontes cocodrilos africanos esperan como petrificados al sol. Algunos
en el barro de la orilla. Otros sumergidos en el lago, con apenas sus ojos
sobre las aguas negras y mansas, como la resignación africana. El hombre es
enjuto y camina con esa formalidad del actor que tiene su acto bien estudiado.
Sortea con cierto espamento las colas de los reptiles. Se detiene, levanta una
entre sus manos… un acto de arrojo que el público, que mira desde una altura
natural del terreno, festeja con efusividad.
Dicko Toké
se llama el hombre que desde hace 30 años realiza el mismo espectáculo de
alimentar a los cocodrilos sobre un recodo del lago sagrado a cambio de unas monedas.
Turbante, túnica negra y afilado machete en mano, pasa, y posa junto a cada uno
de los salvajes animales. La gente aplaude entusiasmada su audacia innecesaria.
Y saca fotos y filma con lo que puede.
Dicko Toké,
con una sangre tan fría como la de las bestias que le hacen ganar unas monedas
cada día exponiendo su vida, cumple en esta tarde diáfana el espectáculo que
sabe de memoria. Baja y llama a cada animal por su nombre. Está convencido que
la naturaleza animal no traiciona.
El todavía
no lo sabe, pero en pocos minutos va a morir devorado por los mismos que
alimenta desde hace años… la naturaleza de los que ha venido alimentando día a
día durante 30 años será más fuerte y se lo comerán sin compasión en un par de
bocados.
Es así
como Dicko Toké culminó confiado su espectáculo de supervivencia, sorteó el
último mastodonte… y resbaló. En un mal paso, el único en 30 años, Tocké cayó
al suelo.
Después de
tantos tiros buenos, la ruleta rusa para sobrevivir… le asestó el tiro malo.
Y la
naturaleza de “El Capitán” el cocodrilo más grande, el que él mismo había
alimentado cada día durante los últimos 30 años… ni siquiera dudó. Giró su
enorme cabeza en una fracción mucho más ínfima que un segundo… y de un solo
bocado engulló la mitad del cuerpo enjuto de Dicko Toké. Apenas, casi como en
un acto reflejo, el actor que se supo perdido blandió no obstante el afilado
machete contra la humanidad de El Capitán, pero el segundo bocado del cocodrilo
terminó con cualquier amague… todo fue gritos en la platea, y El Capitán que se
mete en al lago rodeado de una mancha de sangre espesa… y nada más.
La bestia cumpliendo
con su naturaleza… el hombre, compliendo con su destino de resignada miseria.
En el mismo instante… al otro lado del mundo, la
historia unía otra muerte con lazos de una indignidad similar.
No es África, pero en ciertos sentidos se le
parece. Es el conurbano bonaerense. No son cocodrilos salvajes de Costa de
Marfil los que se llevan la vida de Víctor, pero en cierto modo son peores que
animales… la historia demasiado repetida sucedió en Rafael Castillo, partido de
La Matanza…La Matanza…vaya paradoja.
Víctor Enrique Granada tenía 74 años el día en que
fue asesinado dentro de su casa.
El barrio es humilde y de gente trabajadora. Víctor
construyó algunas habitaciones en la planta baja para alquilarlas por mes. En
la planta alta vivía con Mabel, su esposa, que al momento de la barbarie animal
estaba preparando viandas que, como cada día, las vendería temprano en la
mañana a los obreros del barrio.
Mabel y Víctor llevaban 38 años de casados, y hoy,
en su casa, están su hijo y su nieto.
Víctor, sin sospechar el destino, juega con su
nieto en ese mundo ideal llamado felicidad. Para disfrutar estos momentos vivió
tantos años construyendo una familia laburando de sol a sol. Los animales
entraron a la planta baja, robaron a los que nada tienen, forzaron la puerta y
entraron a robarles a los que poco tienen a base de esfuerzo. Entraron revólver
en mano. Se llevaron la inmensa fortuna en pesos de una familia de trabajadores
de una Argentina que a veces da pena, pero que muchas veces da asco: $100.
Subieron los animales la escalera, a los golpes fue
la cosa. “La plata o te mato el pibe”, gritaban mientras encañonaban al nieto
de Víctor. $100 pesos.
En el
ambiente flota ese aire resignado de almas acostumbradas al subdesarrollo. De
huesos resignados olvidar la dignidad a la hora de sobrevivir.
“Es todo lo que tenemos” grita Víctor. “Te voy a
matar”, amenazan los hijos de puta.
No es África, pero se le parece. No son animales
salvajes con instinto de sangre, pero se les parecen. Ocurrió esta semana, a
las ocho de la noche, en una casa humilde de un barrio humilde. En la calle
Manuel Estrada 301, de Rafael Castillo.
Mabel está aún consternada. Los animales le han
matado a su esposo, le han herido a su hijo en el hombro y varias veces
amenazaron con matar a su nieto de 7 años.
Es más, su nieto, en medio del violento asalto, les
pidió a los salvajes que tuvieran piedad de su abuelo: “no maten a mi abuelito…
yo les doy mis juguetes”. Crecer de golpe.
En el
ambiente flota ese aire resignado de almas acostumbradas al subdesarrollo. De
huesos resignados a olvidar la dignidad a la hora de sobrevivir.
Pero fue inútil. Los animales empiezan a los tiros.
El día es oscuro y manso, como la resignación
argentina.
Víctor es ahora un número más en la
estadística de muerte de una sociedad anestesiada. Es
el jubilado número nueve que muere asesinado en capital federal y Gran Buenos
Aires, desde el mes de marzo último. Una estadística escondida tras una mentira
oficial grita desde el fondo donde el gobierno la ha querido esconder, que en
el conurbano bonaerense se registran dos asaltos de este estilo por semana.
Dos países. Dos muertes. Dos historias.
África y Argentina unidas en un lazo de sangre ante la resignación a un destino
que la sociedad acepta con increíble mansedumbre.
Una sociedad argentina que ha engendrado
cómplice una generación de animales humanos de naturaleza brutal. Que asesinan
porque sí. Sin miramientos. Sin compasión. Con sangre tan fría como la los
cocodrilos africanos. Dueños de la vida y de la muerte.
Un decadente espectáculo de subdesarrollada
resignación: Nosotros encerrados con rejas, ellos libres, acechando allí fuera.
Esperando nuestro mal paso, para
devorarnos en dos bocanadas de plomo y fuego.
En el ambiente flota ese aire resignado de
almas acostumbradas al subdesarrollo. De huesos resignados a olvidar la dignidad
a la hora de sobrevivir… Dios sabe hasta cuándo.
Horacio Ricardo Palma
El Día de Gualeguay
Gualeguay
Entre Rios
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