Supongo que estas semanas son fatales para toda esa parte del mundo que dispone de hijos en edad escolar. Ni hablar si uno, además de tener hijos en edad escolar, cuenta con el agravante de un par de adolescentes.
Es que a pesar de los tres meses de receso, el inicio de clases nos agarra siempre con la guardia baja. La vorágine de la escuela se nos viene encima sin que nos demos cuenta.
Los únicos que festejan sus parabienes en esta época del año, son los dueños de las librerías, que desde atrás del mostrador se relamen ante la convocatoria puntual de mamás desesperadas y de papás “relojeando” las billeteras (y viceversa…por si se enojan las feministas), que se apiñan en el local a los gritos, como si fueran corredores de bolsa, intentando completar “la listita”: “¿Cuánto la goma de borrar tinta lápiz?, ¿qué precio tiene la plasticola chica?”.
Claro que “la listita” es una manera simpática de esconder con diminutivo, esa sucesión infinita de materiales inhallables. Afirma mi amigo Gerardo, decente docente jubilado, que es más fácil hacer 100 puntos en el Gran DT, que llenar “la listita” del colegio.
Comienzan las clases. Escucho el acto de la Escuela Normal. Empiezan allí las clases por centésima vez. Y eso es digno de festejar. Además, el gobierno metió unos pesos en la centenaria Escuela, y se sabe que cuando los políticos meten los pesos de todos nosotros en obras para todos nosotros, necesitan luego ese baño de ego que son los actos de inauguración de obras, donde todos nosotros debemos agradecer al político todo lo que hace con nuestro dinero. Una cosa de locos que se repite a diario en cuanta obra hacen los gobiernos. Así, el ego político se coló de prepo entre la emoción del acto por el centésimo aniversario de la Escuela Normal de Gualeguay. El director de arquitectura de la provincia, Oscar Marelli, se apersonó en el acto de la emoción, con la excusa de entregar a la asociación cooperadora un cheque para las obras que faltan en el edificio.
Y mientras escucho por radio el acto, recuerdo algo que me pasó este verano.
Como soy un nostálgico irremediable, pero no solo un nostálgico empedernido sino además un nostálgico militante, durante este verano llevé a mis hijos de city tour por entre las calles gualeyas. Ellos rezongan y me aclaran que las mismas cosas se las he comentado y se las he mostrado hasta el hartazgo…pero no importa, mi contumaz militancia para con la nostalgia de los recuerdos es terca y no repara en rezongos de ninguna naturaleza. El paseo turístico de la nostalgia incluye casas donde viví en mi niñez, como la vieja casita de calle 1er.Entrerriano, que está tal cual la dejó mi cuerpo hace más de 35 años. Las casas de mi adolescencia, lugares especiales del Parque Quintana, donde pasábamos horas con amigos montados en bicicleta. Las canchas de tenis donde jugué vidas enteras de peloteos con mi viejo, con mis hermanos, con Andrea Orgambide o con la “pichi” Harispe. Y les mostré, junto a las canchas, el rincón más alejado del Centro de Educación Física, donde Emilio Chiozza nos confinaba una hora de la siesta entre barras, paralelas y caballetes… y siempre, el final del City Tour de mi nostalgia militante, incluye el paso por frente a la vieja Escuela de Comercio. La vieja…no esa porquería arquitectónica que no puedo mirar sin que se me lastime el buen gusto, frente al Club San Lorenzo.
Y comento esto, pues este verano pasé con mis hijos por la Escuela Normal, para mostrarles cómo estaban quedando las obras, y luego pasé por la vieja Escuela de Comercio. Y cuando les mostré el lugar, uno de mis hijos gritó con asombro: “¡¡Fuaaa, papá, esta quedó mucho mejor!!!”. No supe si reír o llorar. No hijo, acá “estaba” la escuela, esto que ves ahora es la súper casa de un empresario.
Al menos el circuito turístico que comenzó con rezongos, culminó entre carcajadas.
Es que a pesar de los tres meses de receso, el inicio de clases nos agarra siempre con la guardia baja. La vorágine de la escuela se nos viene encima sin que nos demos cuenta.
Los únicos que festejan sus parabienes en esta época del año, son los dueños de las librerías, que desde atrás del mostrador se relamen ante la convocatoria puntual de mamás desesperadas y de papás “relojeando” las billeteras (y viceversa…por si se enojan las feministas), que se apiñan en el local a los gritos, como si fueran corredores de bolsa, intentando completar “la listita”: “¿Cuánto la goma de borrar tinta lápiz?, ¿qué precio tiene la plasticola chica?”.
Claro que “la listita” es una manera simpática de esconder con diminutivo, esa sucesión infinita de materiales inhallables. Afirma mi amigo Gerardo, decente docente jubilado, que es más fácil hacer 100 puntos en el Gran DT, que llenar “la listita” del colegio.
Comienzan las clases. Escucho el acto de la Escuela Normal. Empiezan allí las clases por centésima vez. Y eso es digno de festejar. Además, el gobierno metió unos pesos en la centenaria Escuela, y se sabe que cuando los políticos meten los pesos de todos nosotros en obras para todos nosotros, necesitan luego ese baño de ego que son los actos de inauguración de obras, donde todos nosotros debemos agradecer al político todo lo que hace con nuestro dinero. Una cosa de locos que se repite a diario en cuanta obra hacen los gobiernos. Así, el ego político se coló de prepo entre la emoción del acto por el centésimo aniversario de la Escuela Normal de Gualeguay. El director de arquitectura de la provincia, Oscar Marelli, se apersonó en el acto de la emoción, con la excusa de entregar a la asociación cooperadora un cheque para las obras que faltan en el edificio.
Y mientras escucho por radio el acto, recuerdo algo que me pasó este verano.
Como soy un nostálgico irremediable, pero no solo un nostálgico empedernido sino además un nostálgico militante, durante este verano llevé a mis hijos de city tour por entre las calles gualeyas. Ellos rezongan y me aclaran que las mismas cosas se las he comentado y se las he mostrado hasta el hartazgo…pero no importa, mi contumaz militancia para con la nostalgia de los recuerdos es terca y no repara en rezongos de ninguna naturaleza. El paseo turístico de la nostalgia incluye casas donde viví en mi niñez, como la vieja casita de calle 1er.Entrerriano, que está tal cual la dejó mi cuerpo hace más de 35 años. Las casas de mi adolescencia, lugares especiales del Parque Quintana, donde pasábamos horas con amigos montados en bicicleta. Las canchas de tenis donde jugué vidas enteras de peloteos con mi viejo, con mis hermanos, con Andrea Orgambide o con la “pichi” Harispe. Y les mostré, junto a las canchas, el rincón más alejado del Centro de Educación Física, donde Emilio Chiozza nos confinaba una hora de la siesta entre barras, paralelas y caballetes… y siempre, el final del City Tour de mi nostalgia militante, incluye el paso por frente a la vieja Escuela de Comercio. La vieja…no esa porquería arquitectónica que no puedo mirar sin que se me lastime el buen gusto, frente al Club San Lorenzo.
Y comento esto, pues este verano pasé con mis hijos por la Escuela Normal, para mostrarles cómo estaban quedando las obras, y luego pasé por la vieja Escuela de Comercio. Y cuando les mostré el lugar, uno de mis hijos gritó con asombro: “¡¡Fuaaa, papá, esta quedó mucho mejor!!!”. No supe si reír o llorar. No hijo, acá “estaba” la escuela, esto que ves ahora es la súper casa de un empresario.
Al menos el circuito turístico que comenzó con rezongos, culminó entre carcajadas.
LA VIEJA
Uf, pero como ocurre a menudo, me fui por las ramas. Digo, quería hablar de otra cosa.
Decía que estas fechas, son fechas en las que uno desea desaparecer del mundo.
Estoy en la mesa del living de casa repasando por centésima vez las cuentas que debo. Mis hijos reclaman cien cosas, y el celular suena y suena solo con problemas.
Ni la música suave de John Denver que puse como para alejarme de ese Reggetón que truena en los cuartos y en los celulares de mis hijos, pueden hoy calmarme un poco.
Las noticias hablan hoy de un solo tema. La renuncia de Román Riquelme a la selección argentina de fútbol. Riquelme se fue por segunda vez de la Selección. Pero esta vez presentó una excusa antipática: “Maradona no tiene códigos”, dijo el apático jugador de excelente pegada y constante esputo.
Digo antipática, porque a mí me había gustado mucho más la excusa de su primera renuncia a la albiceleste, allá por septiembre de 2.006. “Me voy por mi mamá”, confesó en aquella ocasión Riquelme frente a los periodistas. Cierto o no, a mí me gustó mucho que un tipo dijera eso sin ponerse colorado. Son esas cosas que todos los hombres pensamos a cada rato, pero que dejamos de decir en voz alta cuando cumplimos los 14.
Todos los hombres alguna vez, en algún momento de nuestras vidas quisiéramos hacer la “gran Riquelme”. Muchos querríamos gritar en algún momento “me quiero ir con mamá”. Es que los varones, seamos sinceros, nunca terminamos del todo nuestro destete. Hablo del “maternal destete”, claro.
Aunque no lo aceptemos socialmente, todo el tiempo estamos comparando a nuestras novias, nuestras parejas o nuestras esposas, con la vieja. Cuando cocinan, cuando protestan, cuando nos reprochan, cuando le hablan a nuestros hijos…jóvenes, viejos o adolescentes rebeldes, todos los varones alguna vez gritamos sin decirlo: “¡¡quiero ir con mi mamá!!”. Por eso me gustó tanto cuando un tipo adulto y en la cumbre de su carrera, se plantó frente a ese mundo “hípersúperrecontramuy” comercial del fútbol, para confesar que prefería irse con su mamá antes que sufrir en la selección.
Y otro que por estos días ha roto el tonto estereotipo social de macho duro, ha sido el ogro Fabbiani. Fabbiani es un mastodonte de casi 100 kilos. Juega en la primera división del fútbol argentino, y juega en uno de los equipos más importantes de América y del mundo. Digo así, como para que nadie note que soy de “El Más Grande…lejos”.
Cuando los periodistas comenzaron a hablar del sobrepeso del ahora jugador de River, él salió al cruce diciendo que pesa 97 kilos y se la banca, así que no le hablen de dietas porque lo pierden las pastas de su mamá. Ella es chef en un restaurante de Aldo Bonzi.
Los hombres argentinos tenemos ese eterno cordón umbilical con La Vieja.
Nos pueden decir cualquier barbaridad, pero que “nadie se atreva a tocar a mi vieja”.
La sociedad condiciona y nos amordaza el decir los sentimientos. Por eso me encanta ir por la ruta y leer en un camión: “Lo mejor que hizo la vieja, es este pibe que maneja”.
Y me gusta escuchar a un “grandulote”, diciendo que se quiere ir con su mamá. O ver al ogro Fabbiani bancando a muerte los ravioles de la vieja.
Estoy en la mesa del living de casa repasando por centésima vez las cuentas que debo. Mis hijos reclaman cien cosas, y el celular que suena y suena solo con problemas… sobre el mueble miro la foto, sonrío, y me dan ganas de gritar fuerte…¡¡quiero ir con mi mamá!!. Pero no puedo. No me animo. Están los chicos ¿vio?
Tengo que actuar de hombre, y enfrentar al mundo… y a mis circunstancias.
Pero sólo Dios sabe cómo haría hoy “la gran Riquelme”.
Uf, pero como ocurre a menudo, me fui por las ramas. Digo, quería hablar de otra cosa.
Decía que estas fechas, son fechas en las que uno desea desaparecer del mundo.
Estoy en la mesa del living de casa repasando por centésima vez las cuentas que debo. Mis hijos reclaman cien cosas, y el celular suena y suena solo con problemas.
Ni la música suave de John Denver que puse como para alejarme de ese Reggetón que truena en los cuartos y en los celulares de mis hijos, pueden hoy calmarme un poco.
Las noticias hablan hoy de un solo tema. La renuncia de Román Riquelme a la selección argentina de fútbol. Riquelme se fue por segunda vez de la Selección. Pero esta vez presentó una excusa antipática: “Maradona no tiene códigos”, dijo el apático jugador de excelente pegada y constante esputo.
Digo antipática, porque a mí me había gustado mucho más la excusa de su primera renuncia a la albiceleste, allá por septiembre de 2.006. “Me voy por mi mamá”, confesó en aquella ocasión Riquelme frente a los periodistas. Cierto o no, a mí me gustó mucho que un tipo dijera eso sin ponerse colorado. Son esas cosas que todos los hombres pensamos a cada rato, pero que dejamos de decir en voz alta cuando cumplimos los 14.
Todos los hombres alguna vez, en algún momento de nuestras vidas quisiéramos hacer la “gran Riquelme”. Muchos querríamos gritar en algún momento “me quiero ir con mamá”. Es que los varones, seamos sinceros, nunca terminamos del todo nuestro destete. Hablo del “maternal destete”, claro.
Aunque no lo aceptemos socialmente, todo el tiempo estamos comparando a nuestras novias, nuestras parejas o nuestras esposas, con la vieja. Cuando cocinan, cuando protestan, cuando nos reprochan, cuando le hablan a nuestros hijos…jóvenes, viejos o adolescentes rebeldes, todos los varones alguna vez gritamos sin decirlo: “¡¡quiero ir con mi mamá!!”. Por eso me gustó tanto cuando un tipo adulto y en la cumbre de su carrera, se plantó frente a ese mundo “hípersúperrecontramuy” comercial del fútbol, para confesar que prefería irse con su mamá antes que sufrir en la selección.
Y otro que por estos días ha roto el tonto estereotipo social de macho duro, ha sido el ogro Fabbiani. Fabbiani es un mastodonte de casi 100 kilos. Juega en la primera división del fútbol argentino, y juega en uno de los equipos más importantes de América y del mundo. Digo así, como para que nadie note que soy de “El Más Grande…lejos”.
Cuando los periodistas comenzaron a hablar del sobrepeso del ahora jugador de River, él salió al cruce diciendo que pesa 97 kilos y se la banca, así que no le hablen de dietas porque lo pierden las pastas de su mamá. Ella es chef en un restaurante de Aldo Bonzi.
Los hombres argentinos tenemos ese eterno cordón umbilical con La Vieja.
Nos pueden decir cualquier barbaridad, pero que “nadie se atreva a tocar a mi vieja”.
La sociedad condiciona y nos amordaza el decir los sentimientos. Por eso me encanta ir por la ruta y leer en un camión: “Lo mejor que hizo la vieja, es este pibe que maneja”.
Y me gusta escuchar a un “grandulote”, diciendo que se quiere ir con su mamá. O ver al ogro Fabbiani bancando a muerte los ravioles de la vieja.
Estoy en la mesa del living de casa repasando por centésima vez las cuentas que debo. Mis hijos reclaman cien cosas, y el celular que suena y suena solo con problemas… sobre el mueble miro la foto, sonrío, y me dan ganas de gritar fuerte…¡¡quiero ir con mi mamá!!. Pero no puedo. No me animo. Están los chicos ¿vio?
Tengo que actuar de hombre, y enfrentar al mundo… y a mis circunstancias.
Pero sólo Dios sabe cómo haría hoy “la gran Riquelme”.
1 comentario:
Muy buena la columna. Me siento totalmente identificado con lo de la listita del colegio. Para mí es más fácil leer a Nietzche que la lista del colegio. Ahhh una cosa, sobre lo que escribiste:
"Digo así, como para que nadie note que soy de “El Más Grande…lejos”. Pregunto: ¿en qué momento de hiciste hincha del glorioso Boca Juniors? Esa me la perdí.
un abrazo
CC
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