"El cambio en la Ley de nombres marca una diferencia muy grande en lo que es la individualización y la identificación de la persona, uno de los principios esenciales del ser humano"
(Aníbal Fernández. Ministro del Interior)
El apellido de cada uno de nosotros es, cómo negarlo, parte de nuestro “orgullo”. Sí, ¡ya se! Hay orgullos…y orgullos. Más adelante hablaré de eso.
En nuestro país, el apellido que se transmite, salvo excepciones, es el paterno. Y ese apellido es una marca registrada, una especie de patente que nos toca en suerte. Un sello, con él nacemos…y con él, cargamos hasta la tumba. Y allí queda inscripto para siempre en nuestra lápida. Bueno, si no para siempre, por lo menos hasta que los saqueadores profanen esa lápida con la excusa del hambre. Y así, nuestro apellido termina entonces reducido por los “amigos de lo ajeno”, en alguna compraventa local, siempre amiga de lo fácil.
Gualeguay tiene un karma con los apellidos de las mujeres, que son los apellidos que, salvo excepciones, no se transmiten. ¿Hija de quién?...es la pregunta obligada, entonces la cosa funciona así. Si la mujer es oriunda de Gualeguay, naturalmente, la gente le deja el apellido de soltera. Ahora, si la mujer no es oriunda de Gualeguay pero se casó con alguien de Gualeguay, chau apellido, ahí entonces la mujer pierde el suyo, y será desde entonces y para todos: “la señora de”.
Pero el apellido no es solo una identificación nominal. No, es mucho más que eso. El apellido de uno, es toda esa historia que cargamos. La que sabemos…y la que ni siquiera sospechamos. El apellido nos dice de dónde venimos. Y de quiénes.
Nunca comprendí bien por qué, pero para mucha gente, el apellido es, a veces un mote. A veces, sinónimo de prestigio. De alcurnia. De vergüenza. Y para muchos, ha sido y es sinónimo de snobismo hueco. Si bien el apellido no es linaje técnicamente hablando, normalmente, nosotros creemos que sí lo es. Claro que esta “confusión” entre apellido y linaje, sólo nos ocurre cuando nos conviene. Cuando no nos conviene: ¡minga!
Y sucede sobre todo en aquellos que ostentan apellidos patricios, o apellidos de gente que en alguna época, lo prestigió con actos heroicos o actitudes destacadas. Pero, llevar el apellido Sarmiento, por ejemplo, no significa que todos serán Domingo Faustino Sarmiento. Como tampoco todos los Rojas pueden henchirse con el orgulloso placer del prosaico gorilismo. De todas maneras, no es extraño ver a los San Martín, por ejemplo, andar por el mundo como si cada uno de ellos hubiera libertado a media Sudamérica.
Pero bueno, así es el hombre. Así somos nosotros, rápidos para enorgullecernos por las bondades y lo actos ajenos, y más rápidos para desprendernos de los oprobios ajenos.
Pero el orgullo, lamento desengañarlos, nunca puede ser prestado. El orgullo es siempre propio. Nunca ajeno. Sentirse orgulloso por algo que hizo otro, es una reverenda estupidez.
NOBLEZA OBLIGA…DA
El apellido está emparentado con la heráldica, esa ciencia arte, auxiliar de la Historia, que estudia la composición y significado de los escudos de armas o blasones. Ahora los llamaríamos logos. Tal vez, quién le dice, dentro de unos años el escudo de la familia de Bill Gates, por ejemplo, resulte un logo pensado por algún prestigioso diseñador gráfico. Es que la Heráldica en cierta manera, es tatarabuela del diseño gráfico. La Heráldica nació alrededor del siglo XII. Y nació como una manera de identificar a los guerreros que luchaban cubiertos por armaduras. Luego la Heráldica se amplió, y abarcó también la identificación de personas, de corporaciones, y de entidades políticas. Hoy, está muy cercana a la cultura de comunicación visual.
Ha sido la heráldica, y no la genealogía de los apellidos, la que ha transmitido de generación en generación los escudos de armas como elemento identificador del linaje.
Luego la Heráldica comenzó a especializarse. Y a complicarse. Determinó sus propias normas o leyes, y con el correr del tiempo, estas normas se hicieron tan complicadas que ya ni los propios señores pudieron interpretarlas correctamente. Nació entonces la figura del llamado rey de las armas. Un funcionario que se ocupaba de diseñar e interpretar escudos heráldicos. Y así, hechas las tantas leyes, hechas las tantas trampas.
Creada la “necesidad”, esa que nace del inexplicable ego humano, la cosa se desvirtuó con el correr de los siglos. Escudos de Armas, búsqueda forzada de raigambres nobiliarias, títulos de de cualquier tipo y color (que nos asegurara aunque sea un atisbo de nobleza en la familia), y apellidos compuestos, se convirtieron para muchos en artículos de primerísima necesidad.
El primer recuerdo que tengo sobre este tema, fue en una exposición que se hizo en Puerto Madero. Año 1.992. Puerto Madero era por entonces un barrio marginal. Un puerto abandonado. Se festejaba el quinto centenario del descubrimiento de América. Eran épocas en que festejábamos el encuentro cultural de esos dos mundos dentro de este mundo. Todavía no nacía el resentimiento mal actuado hacia la hispanidad. En esa feria, me llamó la atención una extensa cola de gente frente a una máquina. La gente esperaba pacientemente su turno. La máquina, escupía sin cesar unos pergaminos impresos. El apellido requerido, un escudo, y una breve reseña de antepasados nobles. Siempre recordé la cara de felicidad de la gente, ese aire de colmado orgullo con que salían las personas al recibir el papel. El ego en su máxima expresión. Cada uno salía de allí con el sospechoso dato de algún antepasado noble, el garabato de un escudo de armas. Y el ego por las nubes. Mil veces más vi representado aquel espectáculo en cuanta feria o exposición pululaba por Argentina. Vendo alcurnia: $ 10.
“EGOHERENCIA”
Lo mismo ocurre con los dobles apellidos. Entre nosotros, siempre fue bien visto ostentar más de un apellido. No se ría, el ego de mucha gente es imposible de saciar con un simple apellido. Aunque sea el apellido de su padre. Y ante la “desgracia insoportable” del apellido simple, muchos se abocaron a la insigne tarea de manotear el apellido materno. Y ponerlo en el documento, y pasarlo a los hijos como “egoherencia”. Tal vez, algo haya de teoría económica en eso. El valor de un bien escaso.
Algunos de los apellidos rejuntados quedaron bien. A otros que suenan forzados, nuestro oído se ha ido acostumbrando…pero algunos suenan ridículos.
Todo esto pasará a la historia, pues esta semana, nuestra Presidenta comunicó que el Poder Ejecutivo elevará al Congreso de la Nación un proyecto para modificar la Ley 18.248 que regula los nombres de los argentinos. Si se convierte en ley, todos los recién nacidos deberán, en forma obligatoria, ser inscriptos con doble apellido. Los bebés reconocidos por ambos padres llevarán los de uno y otro; sino, el de la madre. Así figurarán en el acta de nacimiento y en el documento nacional de identidad.
Una vez, alguien me peguntó el apellido de mi madre. Méndez Casariego, respondí.
¿Y cómo no usás ese apellido?, me preguntó asombrado el hombre.
A decir verdad, nunca se me ocurrió trocar mis apellidos. Ni siquiera juntarlos. ¡Palma Méndez Casariego!…jajaja, suena “rococómico”.
Eso sí, si ahora que nuestra Presiente generalizará los apellidos compuestos, los “egoherederos” deciden devolver los apellidos manoteados en otros tiempos, y volver al apellido simple (que pasará a ser un bien escaso), nosotros, los “don nadie” que soportamos el “oprobio” del apellido simple durante tanto tiempo, los recibiremos con los brazos abiertos. Como al hijo pródigo.
En nuestro país, el apellido que se transmite, salvo excepciones, es el paterno. Y ese apellido es una marca registrada, una especie de patente que nos toca en suerte. Un sello, con él nacemos…y con él, cargamos hasta la tumba. Y allí queda inscripto para siempre en nuestra lápida. Bueno, si no para siempre, por lo menos hasta que los saqueadores profanen esa lápida con la excusa del hambre. Y así, nuestro apellido termina entonces reducido por los “amigos de lo ajeno”, en alguna compraventa local, siempre amiga de lo fácil.
Gualeguay tiene un karma con los apellidos de las mujeres, que son los apellidos que, salvo excepciones, no se transmiten. ¿Hija de quién?...es la pregunta obligada, entonces la cosa funciona así. Si la mujer es oriunda de Gualeguay, naturalmente, la gente le deja el apellido de soltera. Ahora, si la mujer no es oriunda de Gualeguay pero se casó con alguien de Gualeguay, chau apellido, ahí entonces la mujer pierde el suyo, y será desde entonces y para todos: “la señora de”.
Pero el apellido no es solo una identificación nominal. No, es mucho más que eso. El apellido de uno, es toda esa historia que cargamos. La que sabemos…y la que ni siquiera sospechamos. El apellido nos dice de dónde venimos. Y de quiénes.
Nunca comprendí bien por qué, pero para mucha gente, el apellido es, a veces un mote. A veces, sinónimo de prestigio. De alcurnia. De vergüenza. Y para muchos, ha sido y es sinónimo de snobismo hueco. Si bien el apellido no es linaje técnicamente hablando, normalmente, nosotros creemos que sí lo es. Claro que esta “confusión” entre apellido y linaje, sólo nos ocurre cuando nos conviene. Cuando no nos conviene: ¡minga!
Y sucede sobre todo en aquellos que ostentan apellidos patricios, o apellidos de gente que en alguna época, lo prestigió con actos heroicos o actitudes destacadas. Pero, llevar el apellido Sarmiento, por ejemplo, no significa que todos serán Domingo Faustino Sarmiento. Como tampoco todos los Rojas pueden henchirse con el orgulloso placer del prosaico gorilismo. De todas maneras, no es extraño ver a los San Martín, por ejemplo, andar por el mundo como si cada uno de ellos hubiera libertado a media Sudamérica.
Pero bueno, así es el hombre. Así somos nosotros, rápidos para enorgullecernos por las bondades y lo actos ajenos, y más rápidos para desprendernos de los oprobios ajenos.
Pero el orgullo, lamento desengañarlos, nunca puede ser prestado. El orgullo es siempre propio. Nunca ajeno. Sentirse orgulloso por algo que hizo otro, es una reverenda estupidez.
NOBLEZA OBLIGA…DA
El apellido está emparentado con la heráldica, esa ciencia arte, auxiliar de la Historia, que estudia la composición y significado de los escudos de armas o blasones. Ahora los llamaríamos logos. Tal vez, quién le dice, dentro de unos años el escudo de la familia de Bill Gates, por ejemplo, resulte un logo pensado por algún prestigioso diseñador gráfico. Es que la Heráldica en cierta manera, es tatarabuela del diseño gráfico. La Heráldica nació alrededor del siglo XII. Y nació como una manera de identificar a los guerreros que luchaban cubiertos por armaduras. Luego la Heráldica se amplió, y abarcó también la identificación de personas, de corporaciones, y de entidades políticas. Hoy, está muy cercana a la cultura de comunicación visual.
Ha sido la heráldica, y no la genealogía de los apellidos, la que ha transmitido de generación en generación los escudos de armas como elemento identificador del linaje.
Luego la Heráldica comenzó a especializarse. Y a complicarse. Determinó sus propias normas o leyes, y con el correr del tiempo, estas normas se hicieron tan complicadas que ya ni los propios señores pudieron interpretarlas correctamente. Nació entonces la figura del llamado rey de las armas. Un funcionario que se ocupaba de diseñar e interpretar escudos heráldicos. Y así, hechas las tantas leyes, hechas las tantas trampas.
Creada la “necesidad”, esa que nace del inexplicable ego humano, la cosa se desvirtuó con el correr de los siglos. Escudos de Armas, búsqueda forzada de raigambres nobiliarias, títulos de de cualquier tipo y color (que nos asegurara aunque sea un atisbo de nobleza en la familia), y apellidos compuestos, se convirtieron para muchos en artículos de primerísima necesidad.
El primer recuerdo que tengo sobre este tema, fue en una exposición que se hizo en Puerto Madero. Año 1.992. Puerto Madero era por entonces un barrio marginal. Un puerto abandonado. Se festejaba el quinto centenario del descubrimiento de América. Eran épocas en que festejábamos el encuentro cultural de esos dos mundos dentro de este mundo. Todavía no nacía el resentimiento mal actuado hacia la hispanidad. En esa feria, me llamó la atención una extensa cola de gente frente a una máquina. La gente esperaba pacientemente su turno. La máquina, escupía sin cesar unos pergaminos impresos. El apellido requerido, un escudo, y una breve reseña de antepasados nobles. Siempre recordé la cara de felicidad de la gente, ese aire de colmado orgullo con que salían las personas al recibir el papel. El ego en su máxima expresión. Cada uno salía de allí con el sospechoso dato de algún antepasado noble, el garabato de un escudo de armas. Y el ego por las nubes. Mil veces más vi representado aquel espectáculo en cuanta feria o exposición pululaba por Argentina. Vendo alcurnia: $ 10.
“EGOHERENCIA”
Lo mismo ocurre con los dobles apellidos. Entre nosotros, siempre fue bien visto ostentar más de un apellido. No se ría, el ego de mucha gente es imposible de saciar con un simple apellido. Aunque sea el apellido de su padre. Y ante la “desgracia insoportable” del apellido simple, muchos se abocaron a la insigne tarea de manotear el apellido materno. Y ponerlo en el documento, y pasarlo a los hijos como “egoherencia”. Tal vez, algo haya de teoría económica en eso. El valor de un bien escaso.
Algunos de los apellidos rejuntados quedaron bien. A otros que suenan forzados, nuestro oído se ha ido acostumbrando…pero algunos suenan ridículos.
Todo esto pasará a la historia, pues esta semana, nuestra Presidenta comunicó que el Poder Ejecutivo elevará al Congreso de la Nación un proyecto para modificar la Ley 18.248 que regula los nombres de los argentinos. Si se convierte en ley, todos los recién nacidos deberán, en forma obligatoria, ser inscriptos con doble apellido. Los bebés reconocidos por ambos padres llevarán los de uno y otro; sino, el de la madre. Así figurarán en el acta de nacimiento y en el documento nacional de identidad.
Una vez, alguien me peguntó el apellido de mi madre. Méndez Casariego, respondí.
¿Y cómo no usás ese apellido?, me preguntó asombrado el hombre.
A decir verdad, nunca se me ocurrió trocar mis apellidos. Ni siquiera juntarlos. ¡Palma Méndez Casariego!…jajaja, suena “rococómico”.
Eso sí, si ahora que nuestra Presiente generalizará los apellidos compuestos, los “egoherederos” deciden devolver los apellidos manoteados en otros tiempos, y volver al apellido simple (que pasará a ser un bien escaso), nosotros, los “don nadie” que soportamos el “oprobio” del apellido simple durante tanto tiempo, los recibiremos con los brazos abiertos. Como al hijo pródigo.
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