sábado, 29 de diciembre de 2007

¡¡ HASTA EL AÑO QUE VENGA !!



VIEJOS RECUERDOS DE CADA AÑO NUEVO


“Barrio de Belgrano, caserón de tejas, ¿te acordás, hermana, de las tibias noches sobre la vereda...? - Cuando un tren cercano nos dejaba viejas - raras añoranzas bajo la templanza - suave del rosal...” (Cátulo Castillo).

En mi barrio hay un cielo celeste de gloria.
Una calesita, cuyas viejas melodías alegran las tardes de domingo, cuando la vida agobia de pena.
Hay un jacarandá que es el mejor del mundo…bajo sus lilas se besan los enamorados.
Hay un loco que saluda fantasmas.
Hay unos ojos tristes, que han perdido la mirada.Hay miradas vivaces apuradas por verlo todo.Hay una luna de plata…que alumbra sueños dorados.Hay un sol dorado…que alumbra cabellos de plata.Hay muchos niños, que son hijos de los hijos…que son todos los hijos.Hay una madre que espera.Hay un abuelo que se ha cansado de esperar.Hay pájaros alborotados.Hay una flor primera, que avisa la primavera.Hay muchas manos esmeradas en el esfuerzo.Hay aromas de amor al mediodíaHay suspiros de amor por las noches.Hay promesas de amor incumplidas, ésas, hay todos los días.Hay un pedazo de Gualeguay andando en su silla de ruedas, contando sobre los campos azules infinitos de lirios, y las tristezas de Odiseo en las tierras blancas.Hay un tren que siempre se va…y otro que acaba de llegar.
Y hay un corazón sensible…intentando el verso imposible, ese que nunca llegará.
Todos los barrios guardan en sus rincones los recuerdos. Yo estoy seguro de eso.
Es curioso, pero ahora que lo pienso, nunca he pasado un fin de año en el barrio donde vivo hace más de 15 años. Como si algún misterioso fantasma me empujara de Belgrano, cada final de diciembre.


AÑO NUEVO
No tengo idea por qué me sucede. Pero me sucede. En estas fechas, cada vez que se acerca un final de año, voy recordando lugares y gentes de mi vida.
Cuando era niño, cada fin de año, para mí, era Buenos Aires.
Era salir a las apuradas en el auto rumbo a lo de mi abuela Lala, una carrera de 300 kilómetros contra reloj. Casi siempre llegábamos a último momento, corridos por esa convención tan solemne como arbitraria: La hora.
Toda la familia en el estrecho departamento de unos pocos ambientes de mis abuelos, que parecía estirarse por la magia de la buena predisposición y las ganas de cada uno por festejar en compañía de las gentes queridas.
Para mí, cada fin de año de mi primera infancia eran mis abuelos, mis tíos y mis primos. Y era la noche calurosa en el balcón del tercer piso de Juan María Gutiérrez, entre Austria y Agüero. Y era la pelea amigable por ganar el lugar cerca del ventilador. Y era mis viejos abrazados. Y era esperar las doce en el balcón, como todos los vecinos de la cuadra. Y era el rito. Cada uno de los chicos con una cuchara, mi abuela con las ollas y sus tapas, y armar una ruidosa batucada de metales de cocina durante cinco minutos. Cada año, era igual.
Los barrios guardan en sus rincones todos los recuerdos. Yo estoy seguro que sí. Y por eso cada tanto visito los rincones de esa cuadra para encontrarme con aquellos recuerdos, que es una manera de hurgar en aquella patria inexpugnable que fue mi infancia. Me paro en la puerta del Colegio San Agustín y miro el balcón del tercer piso. Y ahí estamos todos. Golpeando las cucharas contra la baranda. Mi abuela con las tapas de las ollas, mi viejo, con su gesto escondido tras los bigotes enormes, abrazado a mamá que siempre sonríe. Y están los vecinos saludando. Y está aquella Buenos Aires que era, todavía, amigable.
Pasaron los años. Y luego, cada fin de año para mí, fue Gualeguay. Las noches frescas del verano recién estrenado. Los estruendos de los petardos que enloquecían a los perros de la casa. Y a los del barrio. Y el apuro porque pasaran las doce. Claro, la juventud, y sus urgencias. La juventud, y sus otras prioridades. Y entonces, cada fin de año era el apuro para salir con los amigos. Para iniciar la ronda del saludo por mil casas. Y era juntarse en la confitería para luego ir a bailar. Era mil veces la vuelta del perro por una 25 y una San Antonio atestadas de autos y de gente. Eran los infinitos saludos…y los brindis interminables, y las muchas calles cortadas por alguna milonga. Los fines de año en Gualeguay, para mí, eran el baile en el Club Social…o el calor de cuerpos apiñados en Delgas o en First. Y los amaneceres con medias lunas en el balneario.
Cada final de año en Gualeguay, tenía para mí el sabor dulce del reencuentro con aquellos amigos que uno había dejado de ver. Cada fin de año era el reencuentro con los amigos que habían quedado acá. Y con muchos de aquellos que partieron, como yo. Y que como yo, acudían al llamado silencioso de la tierra, y sus recuerdos.
Los barrios guardan en sus rincones todos los recuerdos. Yo estoy seguro que sí. Y por eso cada vez que regreso a Gualeguay visito los rincones de aquellos lugares, y las calles de aquellos barrios, para encontrarme con ellos, que es una manera de hurgar en aquella patria conflictiva que fue mi juventud. Y ahí están. Las esquinas de entonces con los amigos. Y la plaza con sus secretos guardados. Y está el río, con su silenciosa complicidad. Y están los rincones, con los miles de besos apasionados.
Cada fin año tiene mucho de todo eso. De recuerdos, que cada vez más, son ausencias. De promesas improbables, y de balances consentidos. Cada final de año tiene mucho de borrón y cuenta nueva. Tienen mucho de nostalgia…tanto, como tiene de esperanza.
Y ya casi termina el año. Otro más. Y estoy cumpliendo con el rito de volver. De visitar los recuerdos que me esperan, como siempre, escondidos en los rincones del tiempo. Están ahí, en cada esquina. En cada calle. En las paredes de ayer, tocadas con mis manos encallecidas de hoy.
Hace mucho que dejé de encender deseos para el año nuevo. Y mucho más, hace que dejé de mentirme promesas. Y cada vez más, estas fechas me traen recuerdos, que son ausencias. ¿Esperanzas?, ahora, las esperanzas son las de mis hijos. Y está bien.
Pero a pesar de haber claudicado hace mucho tiempo en las promesas para el año nuevo. Y a pesar de haber renegado para siempre de los deseos, sigo creyendo fundamental, el rito de reunirse en estas fechas con las gentes que uno quiere. Para compartir los sueños de las esperanzas de los más chicos, y para acompañar las desazones y las penas de los más grandes. Y para desempolvar los recuerdos que cada vez más, son ausencias.
Porque compartir, siempre rompe el conjuro de las penas.
Y recordar, siempre rompe el conjuro del olvido.
¡Hasta el año que venga!!

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