“…Búsquenme donde se detiene el viento - donde haya paz o no exista el tiempo, - donde el sol seca las lágrimas - de las nubes en la mañana. -búsquenme, me encontrarán - en el país de la libertad…” (El país de la libertad – L. Gieco)
Calavera no chilla, reza el dicho. Eso pensé cuando ella me contó lo que comentaban sobre mí, en ese ámbito ajetreado donde las cremas de enjuagues y las tinturas abundan tanto, como los chismes ligeros. Yo me quedé pensando. Y sonriendo.
Aclaro desde ahora (no quiero que se interprete esta nota como un descargo ante comentarios que no me van, ni me vienen): Todo lo que se dice de mí, ES CIERTO.
Y aunque parezca ésta una sentencia demagógica, es rigurosamente cierta. Yo estoy convencido de que uno es también, lo que los demás ven en nosotros.
Yo comento, tu comentas, él comenta…todos comentamos. No me voy a poner entonces en moralista, porque no lo soy. Ni voy a ampararme en una pacatería a la que no suscribo. De hecho, “comentar, comentamos todos”. Y mucho más, en el ámbito distendido de las peluquerías, ámbito que ampara el chisme, bajo el ruido cómplice de los secadores de pelo, los clap clap de las tijeras en el aire, y el marco patético de la estética cruel de las cofias horribles de las cabezas, que democratizan el ridículo.
En las peluquerías los comentarios ligeros corren veloces, con impunidad, disfrazados de verdades. Es que las peluquerías son al chisme, lo que el inefable Rial o la impresentable Canosa son al espectáculo: Usina permanente de verdades sospechosas. Y eso está bueno, aunque quede mal decirlo. Es más, es muy probable que un alto porcentaje de los clientes, vayamos a las peluquerías con más ansias de conocer el último chisme del pueblo, que con la esperanza de mejorar la estética de nuestras cabelleras grasosas.
Sea como sea, si uno presta atención, cuando comentamos el chisme que hemos escuchado en la peluquería, solemos hacerlo de la siguiente manera “¿será cierto lo que me enteré en la peluquería?”. Porque, claro, las verdades de las peluquerías, son verdades que tomamos con pinzas…Ojo, esto no es ni siquiera un atisbo de defensa, repito: todo lo que usted escuche sobre mí: Es Cierto.
Aunque lo escuche en la peluquería.
Y lo digo, y lo escribo, y lo firmo, como para eximirlo a usted, estimado lector, del engorroso trabajo de las conjeturas y las indagatorias.
Es más, tal vez esté usted ahora leyendo esta nota sentado, o sentada, en una peluquería, escuchando comentarios y chismes. Si es así, lo saco del brete y le ahorro el tortuoso trabajo de tener que preguntarle a otro “¿será cierto lo que dicen de Palma?”. Después de todo, ¿quién mejor que yo, para hablar de mí? Así que, para la lengua de la dama o la boca del caballero, a continuación, algunos datos inciertos míos, dichos por quien suscribe. Pleonasmos al margen: YO.
YO, POR MÍ.
Materialmente tengo poco. Casi nada. Como si viviera de prestado ¿vio? El tema es que nunca precisé mucho, ni cuando tenía mucho. Porque cuando tuve mucho, di mucho. Y ojo, no reprocho ni me reprocho nada. Estoy en paz con eso.
Soy poco inteligente, “medio gil”, como dice alguien por ahí. De todos modos, me niego a desconfiar de la gente, a pesar de lo tantos que me han tomado el pelo, o de los que me han utilizado descaradamente, o de los que se han aprovechado, o se aprovechan, de mi docilidad. Tengo la suerte de no haber perdido el buen humor, a pesar de los años y de las patadas arteras que la vida me pegó en tobillos. Me río de cosas banales, y me río mucho de mí.
Tengo un trabajo honesto por el que me pagan bastante más de lo que merezco. Aún así, vivo casi de prestado, con la suerte (inmerecida) de que nunca me lo hicieron sentir.
Soy un heterosexual militante. Y he tenido la dicha de estar enamorado desde los 15 años. Ellas lo supieron, y a mí me basta eso.
Tengo una amante distinta cada semana, que desde hace más de 15 años, siempre ha tenido el mismo nombre y el mismo apellido. Es que estoy convencido de que todos somos distintos cada día. Si ni yo soy el mismo de ayer, ¡cómo pretender que lo sea ella! Y si alguien sabe de otra amante que yo tenga por allí, me avisa (pero al oído).
Tengo este hermoso cable a tierra: Escribir apasionadamente cada día de mi vida. Quito con gusto horas y horas a mi sueño, para hacer lo que más me gusta. Escribir. Y ahora caigo en la cuenta, es en lo único en que he sido constante en mi vida. Escribir, escribir y escribir. Escribir en el ojo de las tormentas. Escribir en medio de las primaveras mejores. Escribir para otros. Y escribir para mí. Escribir a pesar de los otros. Y escribir a pesar mío. Y fue escribiendo, como descubrí que tenía algunas cosas pendientes. Es que cuando escribo, suelo embarcarme sin quererlo, en cuestionamientos e indagaciones personales. Yo escribo y me pregunto cosas. Y esas cosas comienzan a rondarme la cabeza. Lo bueno del caso, es que gracias a la escritura he podido saldar muchas de esas cuentas pendientes que en la vida me habían quedado en el tintero. Sí, confieso que tenía algunas cosillas pendientes con viejas historias de mi vida. Y por suerte, he podido saldarlas gracias a este empeño mío por escribir. También estoy en paz con eso.
No me apegué nunca a las cosas materiales. Y muchos menos, al snobismo sonso de pretender chucherías de la moda, que mienten prestarnos prestigio si adulamos su logo. No necesito eso. Y tengo la suerte de no andar por la vida cargando la fea mochila infame de la envidia, por ejemplo, ni de la codicia.
¿Ambiciones?, desde que a los veintipico caí en la cuenta de que ya no sería astronauta, dejé de lado esas ambiciones desmedidas que me quitaban en vano el sueño. Supongo que encontrar al amor de mi vida, tuvo mucho que ver con eso.
Vivo bien con lo que tengo, pero podría vivir mansamente sin tener nada.
Tengo la suerte de haber podido ver crecer a mis hijos. De poder desayunar con ellos cada día, de acompañarlos a la escuela cada mañana. Alzados, de la mano, o caminando juntos mientras hablamos de los pájaros, de los árboles, de las mañanas oscuras de invierno, de las hojas doradas del otoño que crujen bajo nuestros pasos, o de la brisa suave y tibia de la primavera que nos recibe en la puerta con su caricia. Tengo la suerte de haberlos podido acompañar a la plaza, prepararles la comida, compartir la lectura por las noches, o quedarme dormido junto a ellos, abrazados, en una cama repleta de “porqués”. Los hijos son los hijos, lo sé bien, y no hay manuales que nos enseñen a ser papás. De todos modos, tengo la tranquilidad de haber educado con el ejemplo más que con la palabra. Me han visto, más de lo que me han oído. Y eso, estoy seguro, les servirá más que mil palabras cuando llegue el momento, crucial, en que deban decidir en soledad. Ya sé que se equivocarán, que meterán mil veces la pata…es inevitable. Y estoy hablando de mis hijos, y hoy es el día del niño. Y muchas de las cosas que soñaba yo en aquella patria lejana de mi niñez, se han vuelto hoy recuerdos. Algunos risueños, y “algotros” (como decía Gerva, mi segundo hijo) absurdos.
Tengo un auto desvencijado que me lleva, despacio, hacia lejanos rincones. Tengo los sueños intactos…con ellos viajo, gratis, a rincones mejores.
Estas pocas cosas me alcanzan para ser feliz y vivir en paz. Y en ciertas tardes profundas de domingo, donde asoma su nariz la melancolía… tengo la sensación que, hasta estas pocas cosas, me sobran.
Aclaro desde ahora (no quiero que se interprete esta nota como un descargo ante comentarios que no me van, ni me vienen): Todo lo que se dice de mí, ES CIERTO.
Y aunque parezca ésta una sentencia demagógica, es rigurosamente cierta. Yo estoy convencido de que uno es también, lo que los demás ven en nosotros.
Yo comento, tu comentas, él comenta…todos comentamos. No me voy a poner entonces en moralista, porque no lo soy. Ni voy a ampararme en una pacatería a la que no suscribo. De hecho, “comentar, comentamos todos”. Y mucho más, en el ámbito distendido de las peluquerías, ámbito que ampara el chisme, bajo el ruido cómplice de los secadores de pelo, los clap clap de las tijeras en el aire, y el marco patético de la estética cruel de las cofias horribles de las cabezas, que democratizan el ridículo.
En las peluquerías los comentarios ligeros corren veloces, con impunidad, disfrazados de verdades. Es que las peluquerías son al chisme, lo que el inefable Rial o la impresentable Canosa son al espectáculo: Usina permanente de verdades sospechosas. Y eso está bueno, aunque quede mal decirlo. Es más, es muy probable que un alto porcentaje de los clientes, vayamos a las peluquerías con más ansias de conocer el último chisme del pueblo, que con la esperanza de mejorar la estética de nuestras cabelleras grasosas.
Sea como sea, si uno presta atención, cuando comentamos el chisme que hemos escuchado en la peluquería, solemos hacerlo de la siguiente manera “¿será cierto lo que me enteré en la peluquería?”. Porque, claro, las verdades de las peluquerías, son verdades que tomamos con pinzas…Ojo, esto no es ni siquiera un atisbo de defensa, repito: todo lo que usted escuche sobre mí: Es Cierto.
Aunque lo escuche en la peluquería.
Y lo digo, y lo escribo, y lo firmo, como para eximirlo a usted, estimado lector, del engorroso trabajo de las conjeturas y las indagatorias.
Es más, tal vez esté usted ahora leyendo esta nota sentado, o sentada, en una peluquería, escuchando comentarios y chismes. Si es así, lo saco del brete y le ahorro el tortuoso trabajo de tener que preguntarle a otro “¿será cierto lo que dicen de Palma?”. Después de todo, ¿quién mejor que yo, para hablar de mí? Así que, para la lengua de la dama o la boca del caballero, a continuación, algunos datos inciertos míos, dichos por quien suscribe. Pleonasmos al margen: YO.
YO, POR MÍ.
Materialmente tengo poco. Casi nada. Como si viviera de prestado ¿vio? El tema es que nunca precisé mucho, ni cuando tenía mucho. Porque cuando tuve mucho, di mucho. Y ojo, no reprocho ni me reprocho nada. Estoy en paz con eso.
Soy poco inteligente, “medio gil”, como dice alguien por ahí. De todos modos, me niego a desconfiar de la gente, a pesar de lo tantos que me han tomado el pelo, o de los que me han utilizado descaradamente, o de los que se han aprovechado, o se aprovechan, de mi docilidad. Tengo la suerte de no haber perdido el buen humor, a pesar de los años y de las patadas arteras que la vida me pegó en tobillos. Me río de cosas banales, y me río mucho de mí.
Tengo un trabajo honesto por el que me pagan bastante más de lo que merezco. Aún así, vivo casi de prestado, con la suerte (inmerecida) de que nunca me lo hicieron sentir.
Soy un heterosexual militante. Y he tenido la dicha de estar enamorado desde los 15 años. Ellas lo supieron, y a mí me basta eso.
Tengo una amante distinta cada semana, que desde hace más de 15 años, siempre ha tenido el mismo nombre y el mismo apellido. Es que estoy convencido de que todos somos distintos cada día. Si ni yo soy el mismo de ayer, ¡cómo pretender que lo sea ella! Y si alguien sabe de otra amante que yo tenga por allí, me avisa (pero al oído).
Tengo este hermoso cable a tierra: Escribir apasionadamente cada día de mi vida. Quito con gusto horas y horas a mi sueño, para hacer lo que más me gusta. Escribir. Y ahora caigo en la cuenta, es en lo único en que he sido constante en mi vida. Escribir, escribir y escribir. Escribir en el ojo de las tormentas. Escribir en medio de las primaveras mejores. Escribir para otros. Y escribir para mí. Escribir a pesar de los otros. Y escribir a pesar mío. Y fue escribiendo, como descubrí que tenía algunas cosas pendientes. Es que cuando escribo, suelo embarcarme sin quererlo, en cuestionamientos e indagaciones personales. Yo escribo y me pregunto cosas. Y esas cosas comienzan a rondarme la cabeza. Lo bueno del caso, es que gracias a la escritura he podido saldar muchas de esas cuentas pendientes que en la vida me habían quedado en el tintero. Sí, confieso que tenía algunas cosillas pendientes con viejas historias de mi vida. Y por suerte, he podido saldarlas gracias a este empeño mío por escribir. También estoy en paz con eso.
No me apegué nunca a las cosas materiales. Y muchos menos, al snobismo sonso de pretender chucherías de la moda, que mienten prestarnos prestigio si adulamos su logo. No necesito eso. Y tengo la suerte de no andar por la vida cargando la fea mochila infame de la envidia, por ejemplo, ni de la codicia.
¿Ambiciones?, desde que a los veintipico caí en la cuenta de que ya no sería astronauta, dejé de lado esas ambiciones desmedidas que me quitaban en vano el sueño. Supongo que encontrar al amor de mi vida, tuvo mucho que ver con eso.
Vivo bien con lo que tengo, pero podría vivir mansamente sin tener nada.
Tengo la suerte de haber podido ver crecer a mis hijos. De poder desayunar con ellos cada día, de acompañarlos a la escuela cada mañana. Alzados, de la mano, o caminando juntos mientras hablamos de los pájaros, de los árboles, de las mañanas oscuras de invierno, de las hojas doradas del otoño que crujen bajo nuestros pasos, o de la brisa suave y tibia de la primavera que nos recibe en la puerta con su caricia. Tengo la suerte de haberlos podido acompañar a la plaza, prepararles la comida, compartir la lectura por las noches, o quedarme dormido junto a ellos, abrazados, en una cama repleta de “porqués”. Los hijos son los hijos, lo sé bien, y no hay manuales que nos enseñen a ser papás. De todos modos, tengo la tranquilidad de haber educado con el ejemplo más que con la palabra. Me han visto, más de lo que me han oído. Y eso, estoy seguro, les servirá más que mil palabras cuando llegue el momento, crucial, en que deban decidir en soledad. Ya sé que se equivocarán, que meterán mil veces la pata…es inevitable. Y estoy hablando de mis hijos, y hoy es el día del niño. Y muchas de las cosas que soñaba yo en aquella patria lejana de mi niñez, se han vuelto hoy recuerdos. Algunos risueños, y “algotros” (como decía Gerva, mi segundo hijo) absurdos.
Tengo un auto desvencijado que me lleva, despacio, hacia lejanos rincones. Tengo los sueños intactos…con ellos viajo, gratis, a rincones mejores.
Estas pocas cosas me alcanzan para ser feliz y vivir en paz. Y en ciertas tardes profundas de domingo, donde asoma su nariz la melancolía… tengo la sensación que, hasta estas pocas cosas, me sobran.
Horacio R. Palma
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