Apuré
el último mate…la mañana fría me abrazó fuerte en la puerta de casa. Respiré
hondo y pensé un gracias a la vida que me permite otra día.
En
el colectivo la gente atiende su mundo, cada uno con la cabeza apretada entre
dos auriculares.
El
chofer conversa a los gritos con su compañero de línea por a través de la
puerta. Uno va, el otro vuelve. O viceversa, quién lo sabe.
El
semáforo da la voz de verde, todos nos agarramos fuerte… el mundo de 30
asientos gira su último empujón y frena con ganas. Me toca bajar. La brisa sale
desde el parque a saludarme en el medio de la cara. La ciudad está recién
amanecida… cruzo en dirección al Hospital. Un cafetero grita su cafeeee cafeeee…
calentito el cafeeeee. Un grupo de
personas fuman mirando el piso. Sobre el estacionamiento del Hospital sobresale
la camioneta celeste y blanca del Servicio Penitenciario. No puedo con mi genio
de husmear allí dónde otros pasan con indiferencia.
Tres
personas mayores asoman sus caras por
una pequeña hendija. Saludan. Yo los saludo y les digo: “Siempre con los Presos
Políticos”. Tres gracias al unísono salen desde las entrañas de esa cárcel con
ruedas. Han salido temprano de un penal federal y vienen llenos de papeles en
las manos para hacerse ver de los mil achaques que les han traído los años en
los huesos más los años de encierro injusto.
De
malas maneras los carceleros me invitan a retirarme. No quiero problemas para
ninguno y les hago caso. Estoy ahora en la confitería que huele a café recién
molido y a medialunas de manteca y gloria. Peno por los que purgan el encierro
de la persecución. Por la ventana grande veo la camioneta del Servicio
Penitenciario en medio de la explanada. Todos pasan y miran con la indiferencia
del no ver.
Los
guardias se aprestan a bajar a los presos. Se preparan como si estuvieran por
trasladar poderosos delincuentes. Pero no, tres personas mayores bajan a duras
penas. Estiran las piernas que traen tullidas por las horas del encierro en un
cubículo de mala muerte. Los tres vienen prolijamente de saco y de corbata. Las
manos esposadas por delante.
Dignos,
con la mirada en alto, con la sonrisa a pesar de los pesares y los dolores.
Pablo,
Juan y Adolfo caminan rodeados de carceleros sobreactuados y de una
indiferencia de los suyos que debe calar el alma mucho más hondo que la persecución
política. Recorrerán varias veces el camino desde el móvil hasta alguno de los
consultorios. Será así hasta las 5 de la tarde… con suerte. Y sin comida, a no ser que algún alma caritativa se conmueva
y les acerque un café con leche, volverán tullidos hasta sus lugares de detención
en la provincia de Buenos Aires.
Sobre
uno de los pasillos del Hospital diviso una cara que desvía mi relato. Es un soldado que vendió su dignidad a precio vil. Amigo del juez que lo tiene
encerrado a su hermano, socio de vaya a saber quién, el aviador que varias
veces llevó al Supremo con su amante a lejanos lugares de amores
secretos, ve pasar esposado a su hermano y a sus camaradas. El agacha la
cabeza, esconde la mirada y apura hacia un rincón su regordeta figura de buen
vivir. Está libre, pero al vergonzante precio de no atreverse a mirar los ojos
de sus compañeros, ni los ojos de su hermano.
Es
extraño. Sonrío, pues todos los que pasen esta mañana por el pasillo y los
vean, pensarán tal vez que los esposados que caminan dignos por los pasillos
del Hospital son los “malos”, y que el “señor”, que ahora me mira con cara de ¿“por
qué la foto”?, es del bando de los “buenos”.
Yo
sé que no… y digo un ja… y llego a casa… y escribo mi historia chiquita como conjuro, para curarme la indignación.
6 comentarios:
Cuando los asesinos fueron en busca de la recompensa prometida por Marco Pompilio, el cónsul Escipión ordenó que fueran ejecutados por traidores, al tiempo que les decía "Roma no paga traidores".
De la flor deshojada en otoño
sólo espinas quedaron
que se clavaron en mi corazón
por tu traición.
Pájaro mal nacido es quien ensucia en su nido.
Muchos de ellos, por complacer a tiranos, por un puñado de monedas, o por cohecho o soborno están traicionando y derramando la sangre de sus hermanos.
Hacéte amigo del juez.
No le dés de qué quejarse;
Y cuando quiera enojarse
Vos te debés encojer,
Pues siempre es güeno tener
Palenque ande ir a rascarse.
Los hermanos sean unidos
porque ésa es la ley primera,
tengan unión verdadera,
en cualquier tiempo que sea,
porque si entre ellos pelean
los devoran los de ajuera
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