sábado, 25 de julio de 2009

HISTORIAS CON FOTOS...

“La vida, como si quisiera transcurrir fugazmente en un solo día parecía empeñada en no darle en su camino más tiempo que el imprescindible…”
(Las tierras blancas – J. J. Manauta)

Supongo que esta historia estaba escrita hace mucho tiempo. Desde siempre tal vez.
Y que como todas las historias, esperaba agazapada. Alguien me dijo alguna vez que las historias están desde siempre. Escondidas a la vuelta de la esquina esperando que uno se encuentre con ellas. O que uno vaya a su encuentro. Y yo creo en eso. No por una cuestión de fe, sino porque a mí me pasa todo el tiempo.
Mamá sabe de mi debilidad por la melancolía. Y aunque no me lo diga, yo se lo adivino. Sabe que soy un hurgador inclaudicable de mi propia historia. Soy el típico nostálgico que reconoce una esquina por un recuerdo, antes que por un ladrillo. El melancólico irremediable que vuelve “siempre, a esos viejos sitios donde amó la vida…” Así que, mientras tomábamos mate para festejar la lluvia y coronar la charla de confidencias, ella sacó de un cajón un mazo de fotos viejas. Las fotos aparecieron frente a mí como un muestrario de vida olvidada. En blanco y negro. Como la memoria.
Yo sé que en este punto mi madre me envidia. A ella le gustaría poder sentarse tranquila a mirar esas fotos con nostalgia. Aunque sea con un algo de melancolía. Pero no. A ella, como a tantas gentes, ciertas fotos se le hacen imposibles. Se le incrustan en el alma como un cuchillo atravesando esas dolorosas llagas de las ausencias.
Yo lo sé perfectamente. Por eso miro las fotos y me guardo en silencio los comentarios.
Y ahí estoy con las fotos entre las manos. Una por una las repaso con la vista… y a todas las lleno rápidamente de historias contadas en el silencio de mis adentros.
Y de todas las fotos, me quedo con una.
Miro y miro la foto con la que me he quedado. Y con la vista clavada en esa pequeña ventana de blanco y negro, viajo con mis pensamientos, unos 40 años en el tiempo.
Allá, en el extremo del tiempo, una hamaca en el Parque Intendente Quintana. Un yo pequeñito mirando el mundo con cara de asombro. La sonrisa intacta del viejo… y la bendita camioneta Fargo en el fondo. No es capricho el “bendita” que le he colgado a aquella vieja camioneta. Quedó así, bendita, por los tantos rezos de todos los días para que arrancara.
Acá, un cuarentón de mirada gastada que ya no mira con tanto asombro. De canas que ganan terreno. De tiempo que pasa volando avisando a los gritos: No vuelvo.
Allá, sentado en la hamaca, un “negro” de punta en blanco... en ésas cosas uno ve la mano de la madre. En lo de punta en blanco, digo.
En lo de “negro”, las culpas son siempre compartidas.
Imagino la historia de esa foto. Una siesta tibia en el Gualeguay de finales de los 60. El sol recostado sobre un rincón del Parque. Rumbeando ya para el lado del puerto. Y las sombras escapándole en sentido contrario. Caminando pacientes hacia el puente.
Papá con su peinado encofrado a pura gomina, posa. Sonríe. La sonrisa suele ser amiga inseparable de los menores de treinta. Yo miro el mundo desde la hamaca, con la curiosidad intacta. Alguien que dispara la cámara. Y la ventana que imprime el recuerdo para siempre. Y el recuerdo esperando en un cajón. Ahí, en silencio. Sobreviviendo al paso de los años. Agazapado a la vuelta de la esquina, esperando encontrarse conmigo esta tarde de lluvia, mate y confidencias.
En la foto apenas tendré un año. Algo menos tal vez. Mi viejo, 26. Sonrío… es que yo ya soy viejo para los de 26. Mamá intenta traerme en el tiempo.
Me acerca el mate. Me obliga casi a que lo apure.
Yo tengo una sensación extraña. Como si en algún lugar de mi memoria estuviera fresco ese momento. El de la foto. Tal vez solo sean ideas mías. Ya se sabe cómo es esto de la memoria. Uno cree recordar el momento y el lugar… pero a lo mejor lo que recuerda es la foto que uno ha visto mil veces. Porque yo a esta foto ya la había visto. Estoy seguro.
Pero vaya uno a saber. Después de todo, son 40 y pico de años los que me separan, y uno puede estar equivocado. O confundido. Pensando que es recuerdo lo que imagina.
Sí, porque ya me pasó. Ya otras veces me han discutido con tozudez mis recuerdos. Parece una idiotez, digo, esa tozudez de discutir los recuerdos ajenos. Pero me ha pasado, resulta que yo recuerdo algo con lujo de detalles. Algo de mi vida, digo… y viene un fulano al que he visto solo un par de veces, y resulta que me refuta mis recuerdos. Qué digo me los refuta… me los niega!!. Me dice que mis recuerdos son mentiras! A quién le entra en la cabeza!!
Pero yo ya no estoy para esos trotes. Así que cada vez que me cruzo con algún refutador de mis sueños: Le doy la razón. “Como a los locos”, así decía mi abuela. Total, nunca sabrán los recuerdos que tengo adentro de mi cabeza.
Pero esto es distinto. No es sólo que miro la foto y siento la sensación de haberlo vivido. Sino que miro la foto y siento como si lo hubiera vivido hace poco.
Algo intuye la vieja, porque en seguida me pregunta.

Yo me toco la cintura. Claro, estos 40 años no han pasado en vano para el mundo. En la cintura llevo siempre mi cámara digital. Es mi conjuro contra la ansiedad de melancolía. Con ella saco fotos de recuerdos… que hoy son esquinas. O zaguanes. O plazas… o río… o hamacas.
Busco frenéticamente en las tantas fotos de la memoria. No en la memoria desordenada de mi cabeza, sino en la prolija memoria que viene en tarjeta de 2 GB.
Y ahí está…lo sabía. No es cuestión de fe. Todo el tiempo me pasa lo mismo. La foto es de ayer. El mismo parque. La misma hamaca. Pero ahora, la mirada curiosa del mundo, es de mi hijo… la sonrisa, a pesar de los 40 y pico, es mía.
Sí, ya sé lo de la metáfora del río. Me la enseñó Juanele en su poesía. Y me la explicó Borges en sus cuentos. Ya sé que el Parque nunca es el mismo Parque, ni el río nunca es el mismo río… por culpa de nosotros, que nunca somos los mismos.
Pero en esta tarde de lluvia, mate y confidencias con la vieja. En esta tarde en que acabo de girar en la esquina para encontrar tantos recuerdos agazapados…permítaseme soñar que nada ha cambiado en estos 40 años. Aunque haya cambiado todo. Aunque sepa yo, el que “vuelve siempre a esos viejos sitios donde amó la vida…cómo están de ausentes, las cosas queridas...”.
“En un día, se vive la vida de un día, que es el único tiempo medible de una vida”, escribió hace mucho Eise Osman. Yo miro nuevamente las fotos. Y le doy la razón.
Horacio R. Palma
Gualeguay al Dia

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Palma: disfrute de la vida, disfrute de esa hamaca con hijo en su Gualiday natal, en mi tierra la llamamos "columpio". Cuando era niño como su hijo, iba siempre a la plaza a "columpiarme" y es uno de los recuerdos que guardo en mi memoria. Jugar a la mancha, las escondidas, el cuarto oscuro, las figuritas, el trompo, etc... cada juego tenía su época del año. Ahora todos juegan a la Play Station... como nosotros lo hacemos con la PC, para revivir nuestros recuerdos.

Le mando un gran abrazo... ah y saludos al zopenco, ese que les escribe siempre y no sabe disfrutar de la vida sana y buena.

Silvina Carraud dijo...

"Mirar el río hecho de tiempo y agua/y recordar que el tiempo es otro río,/saber que nos perdemos como el río/y que los rostros pasan como el agua." JLB

Qué bueno que puedas rescatar los rostros queridos, el de tu padre, tu mamá y tu bellísimo hijo...

Una historia con sentimientos de "las pequeñas cosas"...
y no dejes que se pierda, Horacio, la mirada de asombro.

Silvina

Anónimo dijo...

Palma: tanto hablar del mate y del pasado... me hizo tomar mate, cosa que nunca fue de mi agrado.

La verdad que es una linda costumbre y compartir un momento entre amigos... pero después no me daban las patas para llegar a tiempo al baño!