sábado, 27 de junio de 2009

SER... Y PARECER

“El mundo miserable es un estrado – Donde todo es estólido y fingido, - Donde cada anfitrión guarda escondido – Su verdadero ser, tras el tocado…”

(Pedro Bonifacio Palacios – “Almafuerte”)

Para las sociedades informales como la nuestra, el que un funcionario de primer nivel asista a los actos oficiales con el saco desprendido, es un “pequeño” detalle protocolar sin importancia. Que una funcionaria asista a un acto público, evidentemente desaliñada, es un acto de brutal honestidad, ante tanto “careta”.

Muchas veces, nuestro complejo de inferioridad nos ata a querer justificar lo injustificable. Y si nuestra presidente llega tarde a una reunión con mandatarios extranjeros, es una picardía a la que los otros presidentes deben acostumbrarse si quieren codearse con la “crema y nata” del cono sur.

En nuestra mentalidad, las formalidades son “careteadas”, que es el argentinismo desarrapado con que escondemos la palabra hipocresía. Esas cosas que hace la gente por compromiso, pero que de ninguna manera tiene ganas de hacer.

Cuando yo me fui a estudiar a Buenos Aires, estuve viviendo en una pensión religiosa. Já, aquí es cuando usted dice: “¡¿y a mí qué me importa?!”. Y tiene razón, claro, pero invariablemente debe permitirme esta introducción para que pueda seguir con lo que quiero comentar.

El edificio de la pensión era una casona que tenía dos entradas independientes por calles distintas. Una por calle Montevideo. Otra por calle Guido.

En la pensión había un sector de varones, y un sector de mujeres. Y sólo hombres y mujeres se cruzaban durante el día en los horarios de las comidas. No comíamos en el mismo lugar, sino que parte de las mujeres eran las que servían las mesas en el sector de varones. También eran mujeres las que limpiaban la casa, por eso, de nueve a once de la mañana, ningún varón podía subir a los dormitorios, pues toda la planta alta se cerraba con llave.

Imagínense los comentarios de los más de 20 adolescentes de provincia que atestábamos por entonces la casa. Entre nosotros comentábamos que con tantas precauciones, los responsables de la pensión parecían cavernícolas. “Se quedaron en la edad media”, era el comentario más fácil.

La pensión estaba a cargo de laicos consagrados y sacerdotes, y también en el sector de las mujeres vivían laicas consagradas y monjas. El director de la casa era un ingeniero de menos de 30 años. Hoy dirige otra casa del Opus Dei en Polonia. Su nombre es Luis Brussa. Un día, Luis me pidió que lo acompañara al sector de las mujeres, pues había surgido un inconveniente. El único paso de un sector al otro de aquél Petit Hotel de Recoleta, era por la cocina. Llegamos a la cocina, nos paramos frente a una pequeña puerta, y el director tocó timbre. Inmediatamente se abrió una mirilla, y una mujer le preguntó a Luis si estaba solo. Luis dijo que no, que estaba acompañado… recién entonces la señora nos franqueó el paso. Entramos, y la señora le comenta al director que había una humedad en el living de ellas. Cruzamos toda la cocina, subimos una escalera, llegamos a otra puerta, y la mujer tocó tres veces con sus nudilos antes de entrar, como avisando. Llegamos a una sala grande donde varias mujeres cosían, estudiaban y pintaban. La señora le mostró al director el problema… y el director prometió solucionarlo. Cuando hacíamos el camino de regreso, y luego que la señora cerrara la puerta de la cocina tras nosotros, le pregunté al director por dónde salían las mujeres a la calle. El me comentó que tenían una salida independiente por otra calle. ¿Y porqué me llamaste para que te acompañara?... “es que nunca vengo solo, para evitar comentarios”.

A mí, sinceramente, aquella meticulosidad me pareció en aquél momento un tanto exagerada. Una sobreactuación innecesaria. Tiempo después, cuando el mundo de los grandes me robó la inocencia para siempre, entendí que también las apariencias son necesarias. En determinadas circunstancias, “No solo hay que ser, sino parecer”.

Tal vez si la misma meticulosidad en las formas que tenía Luis Brussa, la hubieran tenido como norma en la Fundación Felices los Niños, se hubieran evitado tantos dolores de cabeza, y aquella tramposa “investigación periodística” nunca podría haber prosperado. Quién sabe.

Hoy estoy convencido que “guardar las formas”, cuidar detalles que parecen menores, sirven, y mucho, “para evitar comentarios”, como me dijo aquella vez el ingeniero y Numerario del Opus Dei. Que guardar esas formas, no es ser “careta” ni sobreactuado. Que esos “pequeños detalles protocolares sin importancia”, son una buena forma de preservarse del mundo ingrato de los adultos, que está esperando el menor resquicio para rasgarse las vestiduras. Y son una sana costumbre para respetarse uno mismo, sí, pero sobre todo, para respetar a los demás.

DE AQUÍ Y DE ALLA

Pero a diferencia de nuestra informalidad, sí hay sociedades que guardan las formalidades a rajatabla sin pruritos. Son sociedades responsables, serias, que sienten que también es importante el parecer, y actúan en consecuencia. Y que cumplen sin complejos, con todo ese protocolo que nosotros tildamos de “careta”.

Por eso, desde nuestra informalidad del cono sur, nos causa tanta extrañeza que un funcionario del norte deba plantarse ante su familia y ante la sociedad… y dar explicaciones públicas y pedir disculpas a cada uno de los que hirió con su mal comportamiento, como sucedió esta semana con un gobernador norteamericano.

Si bien sus amoríos son una cuestión privada, aunque algún imbécil haya dejado trascender la correspondencia privada (y otros imbéciles peores la haya publicado), el funcionario debió pedir perdón y dar explicaciones por haber lesionado ciertos valores que la sociedad donde vive venera: La familia, y la confianza. Y para ellos, la confianza se lesiona cuando se oculta la verdad.

Entonces la sociedad le exige la verdad ante todo, dicha en público por él mismo. Curiosamente, nosotros solemos mofarnos de este tipo de sociedades. Los llamamos hipócritas. Pero ellos no tienen complejos, y siguen rindiéndole culto a la verdad.

Claro que este ser y parecer, no solo comprende las formalidades políticamente correctas, también comprende a las otras. A las transgresoras.

Por estos pagos, un icono del ser y del parecer transgresor ha sido Charly García. Charly supo desde siempre que una estrella de Rock como él, no podía vender la imagen de un monje capuchino. Y así anduvo Charly haciendo de las suyas mientras le dio el cuerpo. Estaba convencido que una súper estrella del Rock debía vender esa imagen de loco inexpugnable. De tipo que anda por el mundo “demoliendo hoteles”. Sus amigos lo frenaron. No lo dejaron morir en su ley.

Michael Jackson también supo llevar las formalidades transgresoras del “parecer” hasta límites insospechados. A partir de su histórico “Thriller” a principios de los 80, Jackson se embarcó en un viaje sin retorno… desde entonces, supo que además de ser el Rey del Pop, debía parecerlo. Y lo cumplió a rajatabla con mil excentricidades… nunca aparecieron los amigos para salvarlo, y Michael Jackson pudo morir en su ley.

Tal vez, para las grandes estrellas transgresoras, ciertos amigos sean un conjuro inmerecido. Quien sabe… me gustaría que alguna vez nos lo pueda decir el Charly, al que sus amigos le impidieron morir en su ley.








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